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jueves, noviembre 21, 2024

La Amante Poblana 19

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Capítulo 19

Interrogando a una mujer fatal

 

El plazo se cumplió al cuarto día de luto y Anais tuvo que ir a rendir su declaración.

Una noche antes, mientras intentó sin éxito desbloquear el celular del difunto, llamó a Senderos.

–Manuel: Mañana tengo que ir a declarar, por favor no me vayas a dejar sola.

–Sí, no te preocupes; de entrada, te va a acompañar uno de mis muchachos porque yo tengo un desayuno que no puedo cancelar a las 8, pero ahí los alcanzo.

–Oye, por favor no me vayas a fallar, digo, no dudo de tus muchachos, pero no me voy a sentir con la misma confianza que si estás tú.

–No te voy a fallar, reina, allá te veo.

–Es la primera vez que piso un MP. ¿Son muy largos los interrogatorios? Va a haber más gente viéndome, ¿y si me empiezan a hacer juegos verbales para que me contradiga?

–No creas que los interrogatorios son como lo que ves en la tele. Vas a llegar a una oficina piojosa y el MP te va a hacer las preguntas de rigor mientras una vieja guanga escribe a máquina lo que vayas diciendo. En un escritorio destartalado e infecto,  no pienses que vas a un cubículo de CSI. No te pongas nerviosa, ahí llego.

 

Anais colgó el celular. Estaba enojada porque Senderos no llegaría al mismo que ella. De hecho, pensaba en decirle que pasaba por él a su despacho o se encontraran en algún punto.

Tomó su bolsa, las llaves del carro y el celular de Fernando para pasarlo a dejar de salida del MP con un técnico para ver si lo podían desbloquear.

Cuando llegó a las oficinas del Ministerio Público, un joven de traje la esperaba en la puerta. Él se le acercó, se presentó como Luis Gallardo, era el pasante de Senderos.

 

–Señora Anais, me mandó de avanzada el licenciado, ya no debe tardar.

–Hola, qué gusto. Oye, ¿y si esperamos a que llegue Manuel?

–Tenemos que entrar ya, me avisaron allá dentro que la están esperando. No se preocupe, yo la voy a estar acompañando.

–Okey. ¿Y si no quiero contestar a alguna pregunta?

–De preferencia conteste. Es una práctica de rutina. Ya anduvimos indagando y la línea de investigación es muy clara. Sólo que van a preguntarle cosas que por lógica sabría usted. Tranquila, vamos.

–Déjame acabarme el cigarro. Llámale a Manuel para ver dónde viene, porfa.

–Acabo de colgar con él. En serio, no tiene nada de qué preocuparse. Confíe en mí; que esté joven no quiere decir que soy nuevo en esto.

 

Pasaron por tres puertas y llegaron ante el MP, un sujeto chaparro vestido con un traje que parecía papel aluminio, gris plata tornasol.

El licenciado Concha, así se llamaba, no se levantó ni hizo mayores aspavientos. Saludó al joven Luis y pidió a su ujier que le trajera la carpeta.

Otro individuo de piocha y pelo de musgo se acercó a Anais y le tomó sus generales; le arrimó una silla, y la hizo firmar unos papeles que rápidamente Luis verificó.

Firme, firme, son formalismos sin valor alguno.

Anais sentía que le comenzaba un dolor de cabeza infame. Volteaba a cada rato en busca de Senderos, pero no aparecía.

Concha procedió a iniciar la sesión de preguntas.

–Anais Romero Sáenz, 43 años, mexicana, casada (ahora viuda) con Fernando Amaro Rojas, avecindada en el municipio de San Andrés… bla. Mm aja. Bien.

–¿Es correcto?

–Sí. Correcto.

–Se presenta de manera voluntaria a rendir declaración ante este ministerio público por los hechos perpetuados en el domicilio, Torre Ángelus, reserva territorial Atlixcáyotl, departamento 22-A. con número de expediente26122005-41SA…. ¿Quién la acompaña?

–Él es un colaborador de mi abogado, que ahorita viene.

–¿Nombre?

–Luis Gallardo.

–De él no, de su abogado.

–Manuel Senderos.

–¿Onsta Manuel?

–Ya viene en camino, pero no quería llegar acá sola.

–No pasa nada, señora, son sólo preguntas de rigor. A ver pues ya, entremos en el tema. ¿Es usted es esposa del difundo?

–Era esposa, sí. Hasta antier.

–¿Cuánto tiempo llevaban de matrimonio?

–Diez años.

–¿Cohabitaban en el mismo domicilio?

–Sí.

–¿Desde hace cuanto vivían en el domicilio?

–Ocho años.

–¿A qué se dedica usted?

–Decoradora de interiores.

–¿Trabajaban juntos, en la misma empresa?

–De alguna manera sí, pero informalmente, no era ni socia ni empleada.

–Pero sí conocía los movimientos de la empresa Arquitectura InVita, S.A.

–Sabía lo que hacía mi marido; construir casas, de los movimientos internos desconozco.

–Tiempo de colaborar con él en su empresa.

–No en su empresa porque no recibía pagos de ahí, más bien él me presentaba a los clientes y yo hacía lo mío por mi parte.

–¿No recibía entonces ganancias de Aquitectura invita SA?

–No.

–¿Hijos?

–¿Cómo?

–Que si tenía hijos con el difunto.

–No.

–Podemos saber los motivos.

–No quisimos.

–Muy bien. ¿Conocía usted todas las actividades que realizaba su marido?

–No todo. Yo no me metía en sus asuntos. Como ya le dije, sé que era arquitecto y le iba bien y tenía muchos clientes.

–Podría decirse que la suya era una empresa boyante

–Le iba bien. Vivimos bien siempre.

–Muy bien. El día de los hechos, 26 de diciembre del año en curso, a las 9 de la mañana, en dónde se encontraba usted.

–Iba rumbo al gimnasio.

–Nos podría describir con detalle lo que hizo desde que amaneció ese día.

–Desperté a las 7, como siempre. Tomé mi café. Desperté a mi esposo. Me bañé y me vestí para ir al gimnasio. Salí del cuarto de baño lista para irme. Hablé unos momentos con Fernando sobre temas intrascendentes: el clima, a qué hora regresaba y lo que haría de comer, quizás. Salí de mi casa en carro y me dirigí al gimnasio, pero ya no llegué porque tuve que desviarme a otro lugar.

–Podría especificar a qué lugar y para qué fue si tenía ya establecido su itinerario.

–Le llamé a un amigo al que le había prestado unas cosas y tenía que pasar por ellas a su departamento.

–Nombre del amigo.

–Pedro Lorenzana.

–¿A qué se dedica el ciudadano?

–Es médico, gastroenterólogo.

–¿Dónde lo conoció y hace cuánto?

–Primero éramos solo paciente- doctor. Hace tres años. Luego nos volvimos amigos.

–¿Padece usted alguna enfermedad?

–Gastritis. Por eso iba al gastro.

–Cómo se dio la amistad con el señor Pedro Lorenzana.

–De ir a su consultorio. Fumo mucho, como mal, vivo con gastritis, así que iba muy seguido a verlo y de ahí nos hicimos amigos.

–¿Como para ir a su casa?

–No le veo nada de malo, ¿usted sí?

–No me haga preguntas, acá el que las hace soy yo. ¿Qué fue a recoger a las 9 de la mañana casa de su médico?

–Unos libros.

–¿Qué clase de libros?

–De diseño, se los presté porque quería remodelar su casa, y los necesitaba para ese día por la tarde que iba a ver a otros clientes, por eso tuve que pasar por ellos.

–¿Recogió sus cosas?

–Sí.

–¿Cuánto tiempo estuvo en el domicilio del señor Lorenzana?

–No sé, máximo 15 minutos.

–¿El señor se encontraba solo en su domicilio?

–No, estaba con uno de sus colaboradores, no vi bien, pero oí una voz que creo que era uno de los residentes que trabajan con él.

–Tomó sus libros y se fue.

–Así es.

–Continúe. De ahí se fue a gimnasio.

–No, ya se me había hecho tarde para entrar a mi clase de spinning, así que me dirigí hacia la autopista a Atlixco.

–¿Qué fue a hacer allá? De qué hora estamos hablando cuando llegó a Atlixco. ¿Conserva usted el ticket de la caseta?

–Sí, lo tengo en mi carro. Ha de haber sido qué…mmm, máximo las 9.30 cuarto para las diez. Pero no llegué a Atlixco, sólo fui a la pista y me volví, fue cuando me entraron los mensajes de mi suegra avisándome lo que había pasado.

–Si tomó la pista a Atlixco y no llegó a Atlixco, ¿para qué tomó la pista?

–Nada más. Me gusta manejar.

–Ah, siempre va usted a la pista, a manejar nomás…

–Me desestresa manejar, y sí suelo hacerlo seguido.

–MMMM. ¿Y por qué estaba usted estresada esa mañana?

–Cosas, el trabajo, mis proyectos. Manejo cuando quiero pensar o despejar mi mente.

–¿Discutió usted con su esposo esa mañana o la noche anterior o los días anteriores a los hechos?

–No, para nada.

–Se llevaban bien.

–Excelente.

–Pero esa mañana estaba estresada por su trabajo. ¿Tiene problemas laborales?

–No, pero ya sabe. La vida en sí es estresante.

–Bueno, dio su vuelta a la pista para “desestresarse”. ¿Y sí se desestrezó?

–Sí. Digo, no era para tanto.

–Bueno, y luego, ¿tiene el ticket de vuelta? ¿No se encontró a nadie en la pista, a otro estresado que conociera?

–No, a nadie, y fue un poco antes de cruzar la caseta cuando encendí mi celular y vi los mensajes.

–¿Traía el celular apagado?

–Sí.

–¿Por qué?

–Porque cuando hago eso, ir a manejar, lo apago para relajarme. Pongo música, pienso.

–MMMmmJJJ. ¿Y luego?

–Recibí los mensajes y de inmediato me comuniqué con mi suegra. Me contestó y me contó lo que había pasado. De ahí me fui directo a casa.

–¿Cuánto tiempo se hizo de la caseta a su casa?

–¿Diez minutos?

–Y en ese trayecto no vio a nadie ni se comunicó con nadie.

–Sí, con el doctor Lorenzana.

–¿Para qué llamó al médico?

–Para contarle lo que había pasado.

–¿No tiene usted más amigos o amigas o familiares con quien pudo haber hablado? No sé, ¿por qué al médico?

–Porque es mi amigo, ya le dije.

–O sea que es muy muy su amigo, digo, para ser la primera persona a la que le llamó tras saber un hecho tan impactante.

–Sí, es muy muy mi amigo.

–¿Y el doctor era amigo del difunto también, es decir, era amigo de la casa pues?

–No, mi esposo no era su amigo. Lo vio un par de veces quizás.

–O sea que sólo era su amigo de usted. Un amigo muy cercano al parecer.

–Sí.

–Digo, porque esas cosas se le cuentan a la mamá de uno o a la comadre.

–Le llamé a él, no tiene nada de malo y por eso se lo estoy diciendo.

–Le creo. Sólo que se me hace chistoso el hecho de que se lo haya contado al médico.

–No le veo lo chistoso.

–Bueno ¿y luego? qué le dijo su amigo.

–Pues nada, que me calmara, que fuera a casa a ver qué pasaba.

–¿No se ofreció a acompañarla?

–No.

–Ps que mal amigo, ¿no? Si a mí me habla mi comadre claro que voy con ella a acompañarla.

–No fue el caso. Ya le digo, ellos no eran tan cercanos.

–Pero sí es cercano a usted y el muerto ya estaba muerto, lo natural es que la acompañase siendo tan amigos usted y notando que se encontraba mal.

 

Anais se estaba poniendo cada vez más de malas, miraba al joven pasante que a su vez asentía como diciéndole que todo iba bien, que era normal esa clase de interrogatorio, sin embargo, uno de los grandes defectos de Anais era que, cuando perdía los estribos, siempre hablaba de más.

Miraba el reloj. Estaba furiosa porque Senderos no llegaba.  Respiraba con un tipo de técnica que había aprendido en yoga, unas inspiraciones casi imperceptibles. La tensión la llevó hacia los dedos de sus pies. Ahí, dentro de los zapatos, nadie podría ver que estaba hecha un nudo.

Concha le pidió a su ujier que anotara el nombre del médico y que lo citara.

–Ajá, entonces colgó y llegó a su casa.

–Sí, llegué y vi que estaba acordonado. Me bajé y le dije a uno de los oficiales que era la esposa. Me dejó pasar y me acompañó hacia el edificio. Entramos. Yo le dije que si podía ver el carro, le pregunté si Fernando seguía ahí. Que si había sufrido, qué cuantos balazos.

–¿Cómo sabía que había muerto por balas?

–Me lo dijo mi suegra cuando hablamos.

–Ajá, prosiga.

–Y ya, el oficial me dijo que no podía acércame al carro porque estaba en el peritaje. Me acompañó hasta el elevador. No, hasta la puerta de mi departamento. Llegué, abrí la puerta y dentro estaba mi suegra. ¿Qué más? Pues la escena clásica de la incredulidad y el caos. Me quedé ahí dentro hasta que me avisaron que ya se habían llevado el cuerpo; el carro tardó más en retirarse. Eso es todo.

–¿Y le habló a Senderos?

–Sí.

–¿Ha sido su abogado antes?

–No.

–¿Para qué le llamó?

–Supuse que tendría que venir a esto, a declarar, y quise hacerlo con él presente, pero ya ve, no ha llegado.

–No es necesario, pero mire, acá esta su pasante… ah, y ahí viene él, mire.

 

Anais quería ahorcar a Manuel por no haber estado ahí durante la ráfaga de preguntas.

Manuel llegó saludando a medio mundo, desde el portero pasando por las secretarias.

Venía masticando unas semillas de girasol. Anais respiró profundo. Senderos llegó a la mesa y estrechó la mano Concha. Luego le hizo una seña a su pasante para que se retirara. Tomó asiento al lado de Anais, ella estaba tan furiosa que no volteó a verlo.

 

–Aquí tu clienta ya te extrañaba, mi lic.

–A ver, Concha, quiero ver qué estás haciendo. No me la hayas maltratado porque te parto tu madre, acá entre nos.

Concha esbozó una sonrisa nerviosa. La clásica sonrisa del burócrata que sabe que ha abusado y que se pone mustio cuando alguien a quien teme lo confronta.

–Para nada, Manuel. Es muy elocuente la señora, ya acabamos, de hecho.

–A ver, veo.

Concha le pidió a la mecanógrafa que le mostrara la versión estenográfica a Senderos. Anais no sabía si eso era normal o era porque, en realidad, Senderos era un litigante con gran influencia.

Senderos leyó rápidamente la declaración. Gruñó en algunas partes. Dejó las hojas tamaño oficio sobre el escritorio.

–Te pasaste de cabrón con tus preguntas, Concha. ¿Porqué tanta insistencia en el doctor? Qué tu no tienes amigos o qué.

 

Anais entró como en un trance. Ya no contestó nada y sólo veía a Senderos manotear y señalar algunas cosas con su pluma. No supo cuántos minutos pasaron cuando la mano de Senderos sobre su cuello la regresó de la abstracción.

 

–Listo, Anais. Firma y vámonos.

 

Firmó y se levantó. Concha se le quedó viendo con una mueca socarrona.

–Gracias, señora. Si necesito algo más acá tengo su número.

 

Senderos le aventó una mirada demoniaca a Concha y se despidió cálidamente de la mecanógrafa.

 

–Adiós, Laurita, salúdame mucho a mi querido Enrique, dile que me llame para irnos a ver el beis.

 

Anais salió de la oficina, encendió un cigarro y volteó a ver a su abogado.

–Llegaste muy tarde, Manuel. Es horrible estar ahí sentada, carajo.

–Discúlpame, pero lo hiciste bien. Ya pasó el trago amargo.

–Ajá, espero que ya no me estén jodiendo. No quiero volver a hablar de mi vida con nadie, menos con ese pigmeo del tal Concha.

–Es inofensivo, hombre. Lo que pasa es que siempre ha sido un pinche chismoso, un morboso de marca.

–Eso vi. No dejó de increparme sobre Pedro.

–Eso leí. ¿Y ese Pedro qué, qué pitos toca, para qué lo fuiste a ver esa mañana?

–Por eso te quería ver antes de venir acá, Manuel. Ya, okey, te lo voy a decir: nunca anduve con el tal ex azteca de la UDLA que me achacan. A que me andaba cogiendo era a Pedro, pero no le iba a decir eso a ese imbécil con traje de papel aluminio.

¿Satisfecho?

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