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jueves, abril 18, 2024

Un poblano en París

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Habíamos quedado de vernos en el Café Marly. Situado bajo las arcadas del Louvre. Era el lugar ideal para encontrarme con una pareja de amigos poblanos recién casados y que se encontraban visitando París.  

Mezcla de un café con aire literario y una típica brasserie parisienne, el Café Marly ofrece una hermosa vista de la pirámide del Louvre, construida por el Arq. PEI, durante el gobierno del presidente François Mitterrand.  

Era mediados de los noventas y yo estudiaba mi maestría en historia económica en la Universidad Paris 1, mejor conocida como la Université Panthéon Sorbonne. 

El plan era tomar un ligero desayuno. Un café o un chocolate caliente acompañado por un croissant bastarían para iniciar el recorrido.  

Había recomendado entrar lo más temprano posible al museo, con el fin de no vernos afectado por las largas colas de turistas. 

Durante el desayuno, mi amiga quién había vivido en Suiza durante seis meses y ya conocía París, exprimió su deseo de quedarse mejor en el café, disfrutando del magnífico escenario. Un amigo francés que me acompañaba, le haría compañía.  

Me quedaba la tarea de hacerla de guía para el esposo de mi amiga. Ella es una persona bastante culta y educada.  

Él es bastante patán y uno de esos hombres “machines” para quienes la apariencia y el “qué dirán” es parte esencial de su vida. Hijo de un matrimonio de muy buenas personas, muchas nos preguntábamos de dónde había sacado esas características paleolíticas. 

A su esposa le hablaba de muy mala forma. Ella era de una familia con amplia capacidad económica y nos preguntábamos si no se había casado con ella por interés. 

Su plática giraba alrededor de tres profundos temas: las aventuras y borracheras que se había puesto; de dinero y… de dinero… 

Presumía de ser un gran empresario y en el mundo bizarro de Supermán, era como el Rey Midas. Negocio que le ponían su tío y padre, lo convertía en polvo. Dentro de sus delirios oníricos, pretendía ser más poderoso e inteligente que el mismo Fantomas.   

Algunas le dicen el Pato Donald. No por simpático y buen tipo. Sino porque tenía un tío con muchas posibilidades económicas y daba la obvia impresión que solo estaba esperando la herencia del tío Rico McPato. 

Otras le decimos “el insurgente”. Pero no vaya usted a creer que por ser promotor de ideas revolucionarias o innovadoras. Alguien le puso ese sobrenombre dado que siempre promueve que sus logros son los mejores y más maravillosos.  

Los exagera y con creces. Como consecuencia, “el insurgente” le queda como vestido de novia. Es “más largo” que la avenida Insurgentes de la Ciudad de México. 

Todo mundo es inferior a él. Cualquier mortal de la especie humana es “un pendejo”, junto a su persona.  

No tolera que alguien destaque un poco más, porque es capaz de buscar excremento de vaca para tirársela encima. Si bien no lo hace literalmente, sabe elaborar bien con su viperina y curtida lengua. 

Este obvio complejo de superioridad, lo resumiría una amiga que estudiaba psicología y acababa de leer a Alfred Adler. Comentando el punto en alguna plática, ella observó: “La persona que se siente superior a los demás solo trata de compensar sus propios sentimientos de inferioridad”. 

Debo reconocer que nuestro personaje poblano y muy “apoblanado” es una persona espléndida. Además de pagar los boletos del Louvre, posteriormente nos invitaría a comer. Y esa cualidad lo acompañaba. 

Hay que decirlo. Nadie es solo oscuridad. Todos tenemos nuestros matices de negros, grises y blancos. Solo que algunas personas o tienen cataratas del tamaño de las del Niágara en sus ojos. O su Satán (ego) es demasiado fuerte como para poder trabajar en su obcecada realidad. 

Al ver que me iba a enfrentar con este fenómeno antropológico, tuve mis dudas en cómo abordar la visita con él a uno de los museos más hermosos y completos del planeta.  

El Louvre constituye uno de los mayores depósitos de la memoria de la vida y el arte del Occidente Europeo y de los grandes imperios del Oriente Medio (Egipto, Asiria, Persia). 

Con los boletos ya en la mano y con el dilema si nos encaminábamos primero al Pabellón Sully, al Denon o al Richelieu, una solución bajó como del cielo. 

Nuestro personaje, quien responde al nombre de Pedro, se volteó y casi vociferando me dijo:  

-A ver Lucrecia, llévame a conocer las cosas de este museo con las que pueda yo decir, que ya estuve en el Louvre. No me interesa pasarme las horas aquí. Quiero ver sólo lo básico. 

Ante esta petición “demasiada básica” me quedé unos segundos estupefacta y reaccioné: 

-Pero Pedro, estás ante uno de los museos más maravillosos del mundo. Se que puede ser muy cansado visitarlo y es imposible hacerlo en un solo día, pero al menos veamos algunas de sus más hermosas colecciones. 

Yo pensaba en llevarlo a las salas de pintura. Los innumerables lienzos con los que uno puede deleitarse resultan en una tormenta de apreciación cultural.  

Tanto por su renombre como por su mérito, la heterogeneidad de pinturas a descubrir ha llegado a ser de conocimiento inexcusable, para el amante del arte. 

Uno puede pasar horas admirando cuadros de Géricault, de Jaques-Louis David, El Greco, Rubens, Eugène Delacroix… solo por mencionar a unos cuantos. No me perdería por nada del mundo La Coronación de Napoleón, de David. Es subyugante estar frente a esas obras maestras. 

Pero como no me encontraba ante un amante del arte, sino ante un descendiente directo de los Cro-Magnones, su respuesta no se hizo esperar: 

-Lucrecia, sabes que a mi mujer le gusta el arte. A mi me vale una ch… Le voy a dar gusto. Solo necesito ver los tesoros del museo. Quiero salir rápido de aquí y que después nos vayamos a tomar algo. Llévame a ver los tesoros del museo. Así podré decir que ya conozco el Louvre. 

No sabía si llorar o reír ante la “grandiosa y sobrecogedora” petición de llevarlo a ver los tesoros del Louvre cuando ¡todo el museo es un tesoro! 

Me tomé un momento. No iba a discutir ni a explicarle más. Tomé la decisión de llevarlo a visitar tres de las obras más conocidas y promocionadas por el Louvre. La Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y la Gioconda de Leonardo da Vinci. 

Una vez frente a la primera escultura, la de la Victoria alada, se la quedó viendo por no más de quince segundos y expresó: “Palomeada…vamos a la siguiente”. 

 Me volteé a verlo con la misma cara que pondría mi madre ante semejante brutalidad y diría:   

-Pero qué barbaridad, mijito… qué barbaridad.  

Sin embargo, no articulé palabra alguna. 

Ante la segunda escultura, una de las más representativas del período helenístico, volvió con su frase aparentemente sacada de algún episodio del Chavo, cuando él y Kiko se juntaban a intercambiar estampitas para pegarlas en algún álbum de Panini: “Palomeada…vamos a la última”. 

Subiendo las escaleras, para llegar a ver a la Mona Lisa, se volteó para hacerme un “ligerísimo” reclamo:  

-¿No había una más cerca? 

Finalmente, llegamos. Siempre hay bastante gente frente lo que se considera una de las Magnum Opus del gran Leonardo. Sin duda, una de las pinturas más reconocidas en el orbe. Europeos, latinoamericanos, chinos, japoneses, árabes, africanos, hasta estadounidenses… Todas las nacionalidades se arremolinan frente a esa enigmática pintura. 

 Cuando mucho, la apreciación y valoración del lienzo por parte de Pedro, duró una cuarentena de segundos. Al escuchar la voz de “Palomeada…vámonos”, pidió ipso facto lo condujera a la salida. 

Estábamos a un paso de una de las más grandiosas colecciones de pintura del mundo entero. Creo que, junto con el Museo del Hermitage de San Petersburgo y el Museo del Prado de Madrid, no hay parangón en el planeta. 

No pude ni supe intentar decirle una vez más de lo que se estaba perdiendo.  

Cuando llegamos al Café Marly lo primero que soltó fue un “listo”. Como si se hubiera quitado un pesado fardo de encima o terminara de vaciar su vejiga después de haber bebido 5 cervezas.  

Pamela, su mujer, extrañada al ver que nos habíamos desaparecido solo unos cincuenta minutos, se le quedó viendo. A continuación, me echó una mirada furtiva. Pedro repuso:  

-He visto los tres grandes tesoros del Louvre. Más que suficiente. 

Con un dejo de sarcasmo, Pamela le preguntó:  

Y ¿cuáles son esos tesoros, Pedro? 

A lo que él, aparentemente muy seguro respondió: 

-Los que me llevó a ver Lucrecia, que verificaré en su momento que sean los más apreciados, como dice ella. Vimos la Mona Lisa, la Venus de Milo y la Victoria de… de…. ya no me acuerdo. Una vieja con alas y sin cabeza. 

Ya no pude contener la risa y las carcajadas de los tres resonaron bajo las arcadas del café Marly. 

Pedro se nos quedó viendo y celebró su “graciosada”. Como le gustaba ser el centro de atención, esas risas fueron como si le estuvieran aplaudiendo en una obra del “Tenorio Cómico”. 

Un poblano en París había logrado algo inverosímil. Conocer los “tesoros del Louvre” en menos de una hora. Su conducta surrealista se manifestaba en la tierra de André Breton, Marcel Duchamp y Pierre Roy, por mencionar a algunos. Ellos mismos se hubieran sorprendido de semejante utopía. 

*** 

Tomé la decisión de dirigirnos hacia la Rive Gauche. Así es conocida la parte sur de la ciudad entre los parisinos. Y recibe su nombre, literalmente, de ser la margen izquierda con respecto al cauce del río Sena.  

Saliendo del Jardin du Carrousel*, tomamos el Pont Royal para adentrarnos por la rue du Bac, en el bullicioso “Quartier Latin”, el Barrio Latino, lugar de residencia de prestigiosas y reconocidas universidades, instituciones, monumentos y museos. 

*[Hago un pequeño y necesario paréntesis. Muchos nombres son mencionados en el idioma de origen, con el fin de que, si en alguna ocasión, algún Hipócrita Lector, decidiera experimentar algo de lo que aquí se escribe, se le facilite la identificación]. 

Al llegar al Boulevard Saint Germain, una vía comercial y con mucha vida, doblamos hacia la izquierda. Boutiques de moda, cines, librerías y restaurantes, se abrían a nuestro paso. No dudamos en aventurarnos en algunas de las callejuelas que se encontraban en este histórico barrio y centro de la actividad intelectual parisina…  

Mi intención era que aspiraran y observaran el encanto que proporciona una ciudad mítica como París. Como estudiante, mi medio de transporte favorito era el autobús, ya que me permitía ir observando la arquitectura y la traza de esta hermosísima ciudad. Sin embargo, la mejor manera de conocer París es caminándola, indudablemente. 

Después de recorrer unas tres horas, una buena parte del Barrio Latino, el apetito se nos abrió. Habíamos visitado la iglesia de Saint Germain, la más antigua de París. Al encontrarnos cerca de la estación de Metro del Odeón, mi decisión sobre a donde llevarlos a comer, estaba tomada. 

A lo largo de la calle Monsieur Le Prince, se encuentra un restaurante que visitaba con frecuencia en mis épocas estudiantiles. Tenía menús accesibles y era visitado por muchos locales, empleados y estudiantes del barrio. 

Gozaba de una excelente reputación. Ofrecía comida tradicional francesa. Y el lugar tenía el encanto de haberse fundado desde 1845.  

Ernest Hemingway y el poeta Germain Nouveau eran algunos de los clientes recurrentes. Woody Allen filmó aquí unas escenas de su película “Medianoche en París”. 

“LE POLIDOR” es hoy por hoy uno de los bistrots más antiguos de París y su comida, la original, la de la campiña, como le dicen los franceses, es soberbia. 

Lo primero que distingue uno al llegar es un ambiente no formal. Las mesas son largas y uno puede tener al lado a desconocidos. Primer shock para Pedro. Acostumbrado a que le dieran su mesa, suya, de él… puso cara de “fuchi”. 

Segundo shock… los baños. Al entrar, uno busca el wc. No existe. Son dos huellas las que le indican a uno donde pararse para realizar sus deposiciones escatológicas. Al salir Pedro, escuché su reclamo: “¿¡¿Lucrecia, a dónde nos has traído?!? 

El restaurante es de un sencillo estilo Art Nouveau. Sus pisos son de mosaicos. Espejos, lámparas y el mobiliario de madera complementan la decoración. Sobre la mesa, no faltan los manteles y las servilletas a cuadros, rojos y blancos.  

Una vez sentados a la mesa, comencé a explicarles el menú. La carta no es muy extensa, pero lo que sirven es cuidado y escogido. 

El tercer shock no fue para Pedro. Fue para nosotros, sus sorprendidos y desencantados acompañantes. No obstante, mi esmero y diligencia para explicarles la carta de Pedro, lo que obtuve fue: “A mi no me ch… con sus platillos de la campiña francesa. Yo quiero un bisteck con papas”. 

Pamela trató de conminarlo a abrirse para probar cosas que nunca antes había visto. Fue inútil. Solo recibió una expresión como de niño malcriado, negándose rotundamente. 

Con el fin de tener opciones variadas, ordenamos platillos al centro para de esa manera poderlos degustar entre los tres. 

Como entradas, nos sirvieron el Foie Gras de Canard Maison (paté de higado de pato de la casa); los Escargots de Bourgogne (caracoles de Borgoña) y una Tartare de Boeuf Normand coupé au couteau (tártara de res normanda cortada al cuchillo). 

En Francia a la mesa, invariablemente, siempre encontraremos una canasta de pan o baguette a l’áncienne, para acompañar los alimentos.  

El foie gras, untado en un trozo de hogaza, descubre un sabor más que placentero. Para algunos puede ser fuerte. Pero el maridaje con el pan, lo vuelve delicado y absolutamente regio. 

Los caracoles de Le Polidor son de otro planeta. Los he comido en muchos lugares, pero aquí los preparan de manera suculenta. Es un platillo gourmet. Al principio, puede ser difícil comerlos. Pero una vez degustados, no hay vuelta atrás. El jugo de mantequilla, perejil, ajo y echallot con el que se bañan, hace de este guiso un verdadero placer. 

De la carne tártara solo tengo que decir que es una de las dos mejores que he probado en mi vida. 

Al saborear nuestras entradas, Pedro nos veía con cara de: “Como se pueden comer caracoles e hígado de pato… que asco”. Lo máximo que hizo, mientras esperaba su bisteck con papas, fue sopear la crema de mantequilla. La cual, “gracias al cielo y a Saint Denis”, primer obispo de París, le pareció “rica”.  

Sobre la tártara, apareció en su robusto rostro un signo de aprobación total. Finalmente era carne. Símbolo para muchos especímenes machistas, de la fortaleza masculina. 

Como platos principales escogimos el Boeuf Borguignon (estofado de res al vino tinto de Borgoña); la Blanquette de Veau Français (blanquette de ternera francesa) y el Confit de Canard du Sud Ouest (cuadril de pato confitado en su propia grasa del sureste). 

Originario de la región de Borgoña, al sudeste de Hexágono francés, el Boeuf Borguignon es preparado a partir de la raza Charolais, la cual es reconocida por el excelente sabor de su tierna y magra carne. 

El guiso se cuece muy lentamente con verduras, hierbas y por supuesto, vino tinto de la región. El carácter excepcional de los taninos y sus demás ingredientes, escrupulosamente escogidos, como regularmente se hace en la cocina francesa, hacen de este platillo uno de los más representativos de su gastronomía. 

La Blanquette de Veau es también un estofado, como muchos de los guisos tradicionales y que tienen sus origenes en las familias campesinas de antaño. Se le llama “blanquette” porque la salsa que cubre el ragoût es blanca.  

En este caso se usa la espaldilla o pecho de ternera. La carne se cuece en trozos, junto con zanahorias, cebollas setas y se acompaña de arroz. Es un platillo realmente suculento. 

He dejado al final uno de mis platillos consentidos. El Confit de Canard. Desde pequeña me ha encantado comer bien. Me encanta probar cosas nuevas. Pero en Francia, no puedo evitar ordenar el confit de pato siempre que puedo. 

Es un verdadero placer saborear su carne, acompañada de alguna verdura. Papas en rodajas o fritas; champiñones de París; ejotes tiernos… el pato confitado es un manjar de los dioses. Se sirve en toda Francia, pero en el País Vasco y en toda la región de Aquitania es por, excelencia, una tradición culinaria. 

Mientras Pamela, mi amigo parisino y yo nos deleitábamos con un vendabal de sabores, Pedro comía su bisteck con papas. Seguramente estaba muy bueno, pero Dios mío… perderse la experiencia de probar platillos de una de las mejores comidas del mundo era como orbitar en un satélite, cerrar los ojos y no disfrutar de la vista porque le tienes miedo a las alturas. 

Finalmente, un generoso trozo de la tarta de manzana al horno más famosa de Francia, hizo su glamorosa aparición al centro de la mesa. Adornada con una bola de helado de vainilla, que se derritía al contacto con la calidez de las manzanas, una Tarte Tatin iba a coronar nuestro indulgente almuerzo. 

La mezcla de sabores y temperaturas; lo caliente con lo helado; la fruta horneada con el caramelo y la masa quebrada logran hacer de este postre, un deleite para el paladar.  

El gozo que produce haber disfrutado una experiencia gastronómica en París y a continuación, salir a caminar por sus calles, es sublime. 

Le Polidor había cumplido con mis expectativas de agasajar a mis amigos.  

Pedro, aunque contento de su bisteck con papas, refunfuñaba por no haber tomado un tequila como digestivo. Le ofrecieron otras opciones. Un cognac, un chartreuse verde, un Armagnac, un poire Williams…. 

París significaba para él realizar demasiados sacrificios. La convivencia con un poblano en París, había resultado ser una pintoresca y estrafalaria anécdota. 

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