Al encontrar la boutique Ralph Lauren, en Newbury Street, sé que estamos a un paso de Thinking Cup (La Taza Pensante), un auténtico coffee shop. Esta encantadora calle, situada en el barrio de Back Bay de Boston, es una espléndida muestra de la arquitectura del siglo XIX, y un auténtico ejemplo de protección y atesoramiento de la imagen urbana en zona histórica.
Fachadas de piedra caliza blanca y otras de tabique color rojizo y arena albergan una mezcla ecléctica de comercios, que van desde boutiques high end, que ofrecen las marcas con mayor prestigio del planeta; pasando por tiendas de productos tecnológicos e innovadores; hasta restaurantes, cafés y heladerías. Muy popular, tanto para los locales como para los turistas, la calle Newbury es un lugar distintivo y atractivo para pasear, y uno de los distritos de compras más chic en Norteamérica.
Detenerse a observar a la gente, es un pasatiempo muy entretenido e interesante. Pudiera parecer algo superficial. Sin embargo, si uno transita del mirar al observar, se pueden llegar a escudriñar historias, adivinar profesiones, determinar estados de humor… y si te acompaña alguien que esté en tu mismo canal, se convierte en una experiencia sumamente divertida. Thinking Cup es un sitio ideal, tanto para dejarse envolver por la atmósfera urbana, como para atisbar a transeúntes bostonianos o extranjeros.
Instalados en una de las pequeñas mesas de banqueta, ordeno un latte y un croissant de chocolate. Percibo el agradable y sugerente olor del buen café y del pan recién horneado. Cuando la chica que me atiende aporta mi café con leche en un vaso de cristal, reconozco la tonalidad. Pero al aspirar y saborear el primer sorbo, me envuelve ipso facto el recuerdo de mi abuela materna, Leonor.
En esa casa de la avenida Reforma, sentarse al comedor con los mayores constituía todo un acontecimiento. Los nietos pequeños comíamos previamente y en el desayunador. La larga mesa del comedor era presidida por mis abuelos quienes ocupaban las cabeceras. Mientras que mis padres, tíos y primos, ya adolescentes, complementaban los comensales. Cuando me sentaron la primera vez a esa mesa era porque ya había cumplido la mayoría de edad.
Asistida por Micaela, una mujer oaxaqueña qué había ayudado desde su juventud a mi abuela, la que cocinaba era mi tía Beatriz. Ella vivía en casa de mis abuelos, junto con sus tres hijos. Se había divorciado muy joven y era quien, prácticamente, a esa altura de la vida de mis abuelos había tomado las riendas de los quehaceres hogareños.
La sazón de mi abuela y que a la postre, sus hijas heredaron, se manifestaba en los platillos que se servían en el hogar. Consomé de pollo; cuadril en mole poblano; puerco en pipían verde; pechugas de pollo con queso emmenthal; filete al vino tinto; espagueti al chipotle; lasaña con champiñones y aguacate… memorias que me hacen “agua la boca”.
Asociada a esta vivencia culinaria familiar, la vajilla de mi abuela, en la que todo era servido y presentado se hace acreedora a una mención especial. De porcelana blanca británica, lacada en tonalidad rojiza y con motivos de la campiña inglesa había sido el regalo de bodas por parte de mis tatarabuelos.
La primera vez que me senté a la mesa familiar fue al lado de mi abuela quien, por tradición y porque le complacía, se ocupaba en comidas y cenas de la distribución del postre. Mi tía Beatriz o Micaela le llevaban el platón que contenía, ya fuera mousse de chocolate, dulce de leche poblano, pay de queso con mermelada de cereza, postre de plátanos caramelizados con helado de vainilla o dulce de soletas con Amaretto y cajeta… Y ella, pacientemente, servía a cada uno de sus invitados.
Aún cuando todos estos detalles, evocan la figura de mi abuela, lo que más me trae la reminiscencia de su presencia, es el café. Por eso, al beber mi latte, los recuerdos afloran como si una película se proyectara en mi mente.
Ese día al terminar de servir un dulce de leche poblano exquisito… que lleva más huevos que los que me como en un mes… le pidió a Micaela una tasa con dos cucharadas de SU café soluble, una de azúcar y un sorbo de agua caliente. Se volteó conmigo y me dijo que me prepararía un café batido. Mezcló todo con la cuchara cafetera y empezó a batir, y a batir, y a batir…
Pasados unos cinco minutos, la mezcla se convirtió en una pasta densa, color siena. Micaela, conociendo a su patrona, le aportó una pequeña jarra de leche caliente. La vertió y mezcló ese casi ungüento de droguería hasta que la pasta se tornó en un espumoso y delicioso café con leche.
El sabor de ese café permanece acariciando mi alma. Con el tiempo, aprecié el fino detalle de mi abuela. Ella se había tomado el tiempo de darme una sencilla bienvenida a su mesa, explicándome, a su vez, que era una tradición que venía de su abuelo que había vivido en Francia. Hoy, mis hijas, conocen la historia del café batido y, por supuesto, el recuerdo de mi abuela Leonor está presente.
Aunque mi latte no sea resultado de un batido a mano y de un amor bondadoso se marida deliciosamente con mi croissant, al igual que la panorámica del conjunto urbano de Newbury Street. Y en mis manos tengo una estupenda novela de Jeffrey ARCHER, considerada inclusive como una de las 100 mejores de habla inglesa. Al iniciar la narración, una fecha salta a mis ojos, llamándome la atención en demasía:
18 de abril de 1906
Boston, Massachussetts
Es el día y lugar de nacimiento de uno de los protagonistas de la novela, William Lowell KANE. Unas páginas adelante, la misma fecha vuelve a aparecer. Pero ahora es el otro protagonista de la novela, Abel ROSNOVSKI, quien nace en Slonim, Polonia. Los protagonistas nacen el mismo día, pero en lugares distantes y bajo circunstancias diametralmente opuestas. Como para completar la “escena”, Lucrecia BORGIA, nace el 18 de abril de 1480… ¿casualidad o causalidad?… ¡Vaya usted a saber!
Kane nace en el seno de una familia bostoniana de abolengo, rodeado de lujos y de una excelente educación. Abel es hijo de campesinos y se ve rodeado de dolor y grandes carencias. Por supuesto, el título evoca la historia biblica de Caín y Abel. Lucha de egos… Medardo y sus elíxires se presentan también aquí, aunque enmascarados.
Archer ha escrito una estupenda novela donde lleva a sus lectores por caminos sinuosos, sentimientos encontrados desdoblando la naturaleza humana. A pesar de sus miserias, el ser humano es también capaz de alcanzar la compasión y la felicidad en el momento de tomar conciencia y descubrir cuales son los temas que verdaderamente importan en la vida.
Regreso a la insólita coincidencia de la fecha. El 18 de abril, pero de 1649, el obispo Juan de PALAFOX y MENDOZA consagra la Catedral Angelopolitana, una obra magnífica y tal vez la basílica catedralicia con mayor riqueza pictórica y de arte de toda América. Hombre que ha dejado un legado enorme para Puebla, los poblanos y el mundo.
Fechas coincidentes, épocas distantes y vidas opuestas que se entremezclan en la linea imaginaria del tiempo. Percibo, aunado a esto, una relación cercana, confluyente… entre la novela de ARCHER, BOSTON y PUEBLA. Las historias se entretejen en la dualidad y el vaivén universal. Habrá que mirarse al espejo y atreverse a desenterrar y descubrir los laberintos de nuestras almas.