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martes, abril 16, 2024

Un par de telegramas de Zaragoza

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Hemos tomado carretera y nos enfilamos hacia el norte. New England es, sin lugar a duda, uno de los lugares del planeta donde más se puede apreciar y disfrutar del cambio de estación a la temporada otoñal.  

Llegar a Boston en tren desde Nueva York es un traslado hermoso. Internarse en alguno de los estados vecinos, como Vermont o New Hampshire, es espectacular.  

Recorrer esta región en otoño es disfrutar de la calidez que nos ofrece la paleta de colores otoñales… amarillo ocre, bermellón, marrón rojizo, siena, verde olivo, naranja calabaza…  

Es como si una sinfonía de Mozart tomase forma y color…  es como tocar una seda de Kawamata u oler un perfume de Chanel…  

Nuestro destino es el Omni Mount Washington Resort, situado al pie del Monte Washington, en la llamada “Cordillera Presidencial” de las “Montañas Blancas”, en New Hampshire.  

El nombre de Presidential Mountain Range, se debe a que 13 de sus picos más notables fueron nombrados en honor de estadounidenses prominentes de los siglos XVIII y XIX. 

El hotel es un lugar muy conocido dentro del ámbito económico y financiero mundial. En julio de 1944, fue sede de los “Acuerdos de Bretton Woods”, aunque originalmente se nombró Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas 

La Segunda Guerra Mundial estaba por terminar y representantes de 44 naciones se reunieron en este lugar, con el fin de fijar las reglas del juego comerciales, financieras y monetarias de la paz, y crear las instituciones que harían esto posible.  

Aquí se decidió la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM). Y se sentaron los precedentes de la Organización Mundial del Comercio (OMC). 

Aunque Bretton Woods es un pequeño pueblo, lo que le ha dado fama, aparte de la firma de los acuerdos, es que es un destino invernal muy apreciado para esquiar. Durante el verano y otoño, para jugar golf o simplemente para vacacionar.  

Sin duda, el destino sin el hotel no sería lo mismo. Anfitrión de eventos y de personajes importantes, el hotel es como la cereza del pastel.  

Es el equivalente a agregarle una fina corbata de Hermès a un buen traje.  

No por nada, el sitio es considerado como Monumento Histórico Nacional. 

Al aproximarse, uno avista el hotel en lo alto de una colina. Pareciera un lugar sacado de una historia romántica medieval.  

La majestuosidad del hotel, su color blanco nieve y sus techos rojos anaranjados pudieran tomar el lugar de un castillo inglés, escocés o alemán. La arquitectura renacentista del hotel luce esplendorosa.  

Como una novia, vestida de blanco, contrasta con el entorno multicolor del otoñal atardecer. 

Me atrevería a afirmar que el paisaje sería digno de un óleo de José María Velasco. Quien hiciera del paisaje mexicano el motivo de su pintura y símbolo de identidad nacional del siglo XIX, hubiera logrado, sin duda, una obra maestra teniendo como composición esta soberbia panorámica.  

Su pintura le dio a México un sitio prominente en el arte universal. Y como el arte, universal es… imaginar un cuadro de Velasco con estos elementos de la Nueva Inglaterra contemporánea, sería como darle forma a auténtica poesía de la tierra viva. 

El hotel fue construido entre 1900 y 1902. Dentro de una propiedad de más de 7 mil hectáreas, que incluye un campo de golf de 27 hoyos, la construcción masiva del hotel con 200 habitaciones, más de mil hermosos ventanales y cerca de 5 mil luces eléctricas, destaca como la primera y gratísima impresión. 

Al entrar en su grandioso y espectacular lobby, uno no puede sentirse mas que subyugado ante el esplendor arquitectónico y decorativo. Los trabajos de estuco y de albañilería artesanal; grandes candelabros; mesas, sillones, sillas y tapetes perfectamente sintonizados alrededor de una soberbia decoración.  

La cabeza de un alce se alza como trofeo a medio camino y el descubrimiento de una hermosa chimenea me lleva a imaginarme sentada, disfrutando de la cálida atmósfera, acompañada de un buen libro y una tibia copa de coñac o brandy.   

Un exquisito gusto y una refinada atención a los detalles se perciben al deambular por el agradable escenario. A pesar de no ser un hotel pequeño, la decoración y la ambientación han logrado hacer del espacio un lugar sumamente acogedor. A tal grado que podría afirmar: “Quiero pasar no días, sino meses en este hotel”.  

Es, sin duda alguna, un sitio digno de visitar en algún momento de la vida. 

La variedad de olores ha hecho su aparición. El olor de pino se entremezcla con un aroma a bayas y lavanda. Esta esencia me acompaña durante todo nuestro registro.  

Terminado el check-in, al asomarme a una de las amplias terrazas, que tienen una espléndida vista del Monte Washington, el olor de madera quemada y carne a la parrilla inundan el ambiente, logrando que se nos abra el apetito.  

Hemos reservado en Stickney´s, restaurante que lleva por nombre el apellido del dueño original del hotel, Joseph Stickney.  

Reconocido por ofrecer frescos productos regionales y locales, integrando ingredientes de muy fina calidad, el lugar es sumamente agradable. Muebles de madera color cerezo, se combinan con telas estilo Art Nouveau para recrear un ambiente semi formal.  

La vista es inmejorable… 

Mi marido ha ordenado de entrada una lobster poutine, que es una combinación de langosta con papas fritas, mantequilla, salsa a base de langosta y queso. Platillo legendario de la región. Los sabores son balanceados, la salsa es generosa y la langosta se mantiene como la estrella. Delicioso…  

Yo me decanto por una bisque de langosta con tomate y albahaca. Combina el sabor suave y marcado de los diferentes ingredientes. El queso parmesano le da un sabor exquisito.  

Como plato principal, decidimos compartir un rib eye al punto. La carne viene perfectamente bien cocinada. El olor permite saborear previamente el bocado. Apenas un poco de sal y alguna especie. Al cortarla, los jugos de la carne bañan su propia esencia.  

Ha sido un deleite nuestra carne. Acompañada de un vino francés de St. Emilion, nuestra merienda ha sido gozosa. 

Disfrutando el magnifico panorama del valle de la Cordillera Presidencial, ante el Monte Washington, y en lo alto de la loma, donde se ha construido el hotel, mi inquieta mente me lleva a pensar en un momento decisivo de la historia de nuestro país y específicamente de Puebla.  

Erguido, desde el cerro de Loreto, divisando la ciudad, ante la invasión francesa… el General Ignacio Zaragoza, debe haber experimentado diversos y encontrados sentimientos, los cuales, me intrigaron siempre.  

Mirarse ante las perspectivas y el juicio de la historia, que estaba a punto de escribirse, no debe haber sido nada sencillo. Todo lo contrario.  

La muy probable confrontación con su muerte; la intensidad de hallarse en medio de una batalla, que a la postre sería épica, debe de haber sido mental, espiritual y emocionalmente intenso y desgastante. 

La soledad que aparece cuando se es responsable de decisiones trascendentes es como el mar… inmensa, subyugante. 

Y el frustrante contexto de enfrentarse al “mejor ejército del mundo” de ese entonces, habrá sido apabullante.  

Se requería de una fuerza interna bárbara y de un equipo de militares dispuestos a todo. Referenciando una de las frases castrenses de Napoleón Bonaparte, Zaragoza y sus generales fueron unos leones, y como tales, pelearon todos los miembros de ese Ejército de Oriente. 

Al paso del tiempo, el 5 de mayo y Zaragoza le dieron a México resultados inconmensurables. Sí, políticos y militares, pero sobre todo psicológicos y anímicos.  

En la batalla del 5 de mayo, no solo se derrotó a los franceses sino también a la incredulidad, a la desidia y a la desesperanza.  

Nació un México renovado, patriótico y con confianza en sí mismo.  

El 5 de mayo también salvó a la incipiente federación norteamericana, hecho menos valorado y poco conocido. Pero eso, es tema para otra ocasión. 

Concluyo con la abrasiva, irónica e intensa dualidad que vivió Zaragoza en esos días.  

Dos telegramas.  

El primero, muy conocido, enviado el mismo 5 de mayo de 1862. Una de sus frases se volvió un manifiesto de orgullo nacional. Sintetizo aquí lo más sobresaliente:  

“[…] me parece recomendar a usted el comportamiento de mis valientes compañeros: el hecho glorioso que acaba de tener lugar patentiza, su honor y por sí solo se recomienda. […]. Las armas nacionales, C. Ministro, se han cubierto de gloria” 

El segundo, escrito el 9 de mayo de ese mismo año, aunque en lo más mínimo menoscaba el hecho histórico, es un reflejo lastimoso de la dicotomía poblana.  

 […] La fuerza está sin socorro desde el día 5 y casi sin rancho. ¡Qué bueno sería quemar a Puebla! Está de luto por el acontecimiento del día 5. Esto es triste decirlo. Pero es una realidad lamentable […]” 

La Puebla de los Ángeles y de los Demonios se manifiesta irremediablemente…  

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