La primera que vez que estuvo Karim Keita en Puebla, lo recibimos en un pequeño salón improvisado en una casa del centro en donde algunos compañeros entusiastas daban talleres artísticos, el más socorrido era el de danza guineana. Karim había llegado a México gracias a la invitación y el cariño de Asami Gómez. El salón estaba lleno de chicas ansiosas por bailar y de amigos rabiosos por pegarle al tambor.
Karim llegó y el espacio se iluminó. Su voz era la reminiscencia de un rumor antiguo, lejano. Como buen africano, tenía un cuerpo indeciblemente bello, torneado por un dios lúbrico que desconoce el pecado. Un dios sensual, alegre y vivo.
En esa semana nos enseñó dos ritmos: Sinté y Sorsonet, dos danzas tradicionales de Guinea bastante festivas.
El salón estaba a reventar, pasábamos en diagonal de tres en tres para repetir los pasos que iban a conformar una coreografía. A Karim le gustaba que los percusionistas fueran precisos, pero sobre todo veloces. Sus pies resonaban por el piso que tenía que ser limpiado cada diez minutos porque se manchaba de sangre y sudor. Nuestros pies estaban conociendo a África, su rigor y profundidad, en medio de llagas y sonrisas de asombro.
Muchos de los que después continuamos las danzas lo hicimos gracias a ese curso. Fue una iniciación ruda, sí, pero amorosa también.
El primer curso del gran Maestro se dio por ahí de 2005; hablaba muy poco español, pero en su francés guineano nos removió algo en el alma.
Karim ya no se fue de México. Lo tuvimos y lo disfrutamos muchos años, y en cada clase lo daba todo y hacía que lo diéramos todo.
No hubo un curso que no se llenara, que no llegáramos emocionados de verlo. Que no acabáramos excitados, en trance y exhaustos.
Hace unos meses, justo cuando estaba comenzado mi viaje personal al aleccionador y aterrador camino del cáncer, supe que mi maestro estaba en las mismas.
La noticia me hizo cerrar los ojos para buscarlo en mi memoria; en una cofusión de químicos y tambores no podía imaginar que un super hombre como él fuera capaz de poder vivir enfermo, sin moverse, sin que su figura platónica eclipsara cualquier cosa que estuviera colocada entré él y el mundo.
Hoy el maestro ya no está.
Lo últimos días los pasó tranquilo, mirando a sus alumnos rindiéndole homenaje.
La comunidad de bailarines se unió para que su tránsito no fuera doloroso.
Le bailaron y le tocaron un dununbá mientras él sonreía con nostálgico desde su silla de ruedas.
Murió acompañado de una buena mujer que lo amó y lo cuidó hasta el final.
Qué día más triste cuando, los tambores que lo acompañaron, callaron.
Descansa en paz, Karim Keita.