La literatura está buscando desesperadamente decir algo importante en un mundo que se ha descompuesto y del que no sabemos nada. No podemos ser ni profetas ni apocalípticos, pues ambos están situados en el territorio del tiempo que vendrá, del tiempo mesiánico, nuestro ahora exige una tarea más humilde, pero más sabia: comprender las prácticas culturales –la literatura es una de ellas– como formas de manifestación de lo antropológico y social, como formas también de apropiación de lo real y de lo imaginario por parte de estos nuevos habitantes del planeta, los seres sin atributos que describía hace ya tiempo Robert Musil cuando veía derrumbarse el Imperio Austrohúngaro.
Escribimos desde la incompletitud del mundo. Su carácter provisional exige del novelista contemporáneo un nuevo tipo de obra, una obra que no aspire a la totalidad –la Gran Novela Americana, por ejemplo, en la tradición de los Estados Unidos, la novela fundacional latinoamericana a la Cien Años de Soledad, o Terra Nostra en nuestra tradición– porque las mejores empresas intelectuales son aquellas que con elegancia, pero también con insolencia participan en la demolición de un mundo ya podrido y en vías de destrucción.
Demoler las instituciones implica demoler la literatura, al menos como la entendemos tradicionalmente. La novela, ese género que todo lo permite, es quizá una de las formas privilegiadas para lograrlo: si se me permite el juego de palabras, la forma es formante, crea nuevas realidades, nuevas verdades como en el caso de las obras que analizamos antes. Déjenme llevar, entonces, el argumento hasta su último límite. Ayúdenme a imaginar. Describamos el estado actual: Hoy existen los escritores contables y los escritores notarios. Para unos existe sólo la cifra (y cifra es, finalmente cero) y para los otros el registro, la maniática voluntad de dar fe. Lo que Mallarmé ya entreveía: “la función numeraria fácil y representativa de la literatura”. Vivimos subordinados a las pulsiones de la cifra, reina soberana de nuestros días. Contar, contar, contar: antes y después y siempre, contar. Evaluar, tasar, pesar. Nada se puede con el estado computable del mundo, que lo empobrece: incluido el lenguaje. El lenguaje, sobre todo un útil para relacionar, comunicar: un medio, simplemente. El lenguaje nos da órdenes, nos ofrece necesidades, como las de la publicidad, estudiados mensajes según el público y rigurosos estudios de mercado que, antes, ya nos han también convertido en estadística. ¡Viva el reino universal de la mercancía y su soberana la cifra!
Es preciso, entonces ir al fondo de la forma misma de la novela, la construcción de su verdad y de sus personajes, para producir algo nuevo, no importa si parcial, si provisional como hemos dicho antes, ¿alguien quiere por dios una respuesta categórica hoy?
“En dos siglos hemos convertido en nada todo lo que habíamos heredado”, dice Ravèse, un personaje de Arte, la novela de Valentín Retz, y agrega, “Nos hemos empeñado en destruir la verdad como unos forzados en contra de la roca y hemos devaluado todo lo que teníamos por ella. Hemos incluido en todas nuestras creaciones la perspectiva de la ruina y hemos arruinado, efectivamente, el conjunto de nuestras creaciones”. Inventamos por un lado una prosa con denominación de origen, una prosa-tequila, una prosa-nieve de melón y por otro lado nos empezamos a servir con desparpajo de una prosa globalizada olvidándonos de lo que decía el escritor portugués Miguel Torga, lo universal es lo local pero sin los muros. De lo que se trata es de trabajar en el lenguaje contra los árbitros del sentido común y los policías de su ciudad; rechazar las frases usadas, las frases ancianas, las frases adversas e ir a la búsqueda e la nueva frase. Escribir libros que sean otra cosa que libros, MAQUINAS DE DEMOLICION, viviendo el lenguaje como el combate espiritual que se imaginaba Rimbaud. Libros vivos, que producen su propia energía, como centrales nucleares. Hay que despertar como hacen todos los personajes de las novelas de Kafka, pasar de la muerte a la vida tomado a la literatura como EXPERIENCIA. Armas de destrucción masiva en contra de la ciudad del sentido común, nos devuelven una mirada pensante, si bien triste, sobre el mundo y nuestra incapacidad de vivir en él. Responder al dilema moral de vivir hoy, aquí, en este mundo. Coetzee en Diario de un mal año: “En el reino de los juicios morales, podemos pensar en a la izquierda de cómo peor que a la derecha de cómo mejor. Si tratamos la serie de elementos con los que queremos llegar a un juicio moral no como una serie totalmente ordenada, sino como una serie parcialmente ordenada, entonces aparecerán pares de elementos (una víctima individual, en oposición a dos víctimas, un millón de dólares contra un mite), ante la que la relación de orden, la pregunta moral peor o mejor, ya no necesariamente tiene pertinencia. En otras palabras, la línea así revelada, mejor o peor, debe ser abandonada… ¿Qué es peor, la muerte de un pájaro o la muerte de un niño? ¿Qué es peor, la muerte de un albatros o la muerte de un niño en coma, que ya no siente nada, enganchado a la vida por medios artificiales?”.
Son esas, las preguntas morales, las que han cambiado porque los valores del humanismo occidental que empieza en el Renacimiento han dejado de valer en nuestras sociedades contemporáneas, no nos sirven para interpretar este mundo raro, inentendible, en el que vivimos. Mientras tanto la novela nos pide suspender el juicio moral, aumentar nuestra perplejidad.
Hay, entonces, que irse con tiento como lectores, pero actuar rápidamente como escritores. Allí donde el lenguaje es coeficiente de libertad (la retórica literaria se defiende siempre que se busca una tal máquina de demolición, deleitándose en sus efectos de estilo), hay que buscar con denuedo. Sospechar de toda ideología del control que convierte a la literatura en nostalgia, dialecto patético. El amor consume, no conserva. Nostalgia y reacción son una y la misma cosa. Hay que detestar a las plañideras del pasado, a los sobrevivientes, como a quienes creen que se trata de pulverizar la tradición, neo-reaccionarios ellos mismos, demasiado democráticos para sumergirse en eso que llamamos nosotros palabra nueva, del despertar.