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jueves, noviembre 21, 2024

Ariel, Calibán y la utopía

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                                                                                                              V Huidobro.

 

Aldo Báez*

América, desde su aparición, ha sido motivo de los visionarios, que imaginaron en ella la posible creación de un mundo ideal. Desde la Utopía, de Moro, la Heliópolis de Campanella o el Novum organum de Bacon, la idealización planteó un itinerario creando así  Eldorado, El nuevo Edén, Jauja o La tierra de la promisión o, más aun concretando verdaderas obras sobre ideales sociales y poco utópicas como en Michoacán con Vasco de Quiroga o las reducciones jesuitas en el Paraguay; “o si bien Bolívar no escribió una utopía al estilo de Moro, laboró incansablemente en una utopía mucho más maravillosa y deseable: la unidad de nuestra América”, afirmaría el maestro Horacio Cerutti, señuelo y guía de las utopías americanas, donde desde el siglo XIX se remarca su contenido político y su ubicación como una propuesta real.

Roa Bastos sabía que las utopías formaban inevitablemente parte de la condición humana, de su universo mental y espiritual en busca de sus obsesiones centrales, por lo que resulta algo indisoluble de la realidad americana. Silva Herzog, por su parte, expresaba que “puede en el futuro dejar de serlo, consiste en construir una sociedad nueva con individuos distintos a los de ayer y hoy en cuanto su personalidad interna”. Es en este sentido como pensaban Rodó o Vasconcelos.

La utopía en América siempre busca un rasgo básico en el continente: la afirmación del hombre en busca de la universalidad de nuestras expresiones, cifrada casi siempre en condiciones reales de la sociedad.

Shakespeare nos ha dado muchos símbolos para interpretar nuestra realidad. La usurpación del poder en Macbeth: nuestros tiranos, Hamlet que se cuestiona el ser o no ser o nuestro mestizaje; aunque en La tempestad, última comedia donde el genio de Avon, al igual que Montaigne en su ensayo sobre el caníbal, de oídas construyeron imágenes que, más allá de certezas, se convirtieron en un signo por donde un día caminaría la reflexión latinoamericana. El caníbal y el colonizador; el salvaje, que no encuentra en ningún espejo su imagen, o el colonizador: que antes que Próspero, es una rémora, entre algo que fue y nunca pudo afirmar. La historia continental es esperanza, sueños, mitos, querellas, donde todo está en el futuro, nunca hic et nunc, dos aspiraciones, y ninguna realidad.

Dos personajes nos han obsequiado nuestras letras pensantes, parafraseando, Nuestra América, Ariel y Calibán, como dos símbolos que representan la posibilidad de crear una verdadera conciencia americana, como respuesta, por ejemplo, del supuesto “bobarysmo” que, Alfonso Caso descubre en la aparición del ser. Los símbolos de Rodó y Fernández Retamar son un par de portentos idealistas no sólo de América sino del pensamiento universal.

Ambos perciben a Estados Unidos como el enemigo a vencer, el colonizador que ama denunciar siempre, piensa Rodó que, Ariel es “la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad […] será la encargada de crear una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la insipiencia que tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y una cumbre que de veras domine”, sin el americanismo pragmático y utilitario; por su parte, Calibán, que más que contraponerse a Ariel lo completa y rebasa. Es decir, en Calibán no sólo existe el desconocimiento tácito de Próspero que en Ariel no se da, sino que le propone a Ariel unirse “en su lucha por la verdadera libertad”, libertad, que Fernández Retamar, enuncia con la dignidad que sostiene a los hombres de la Isla.

Los dos planteamientos si bien separados ideológicamente, Rodó proviene de la vena positiva y romántica del siglo XIX, mientras Fernández Retamar del marxismo y de Gramsci, confluyen dando vida al realismo mágico, que la Revolución cubana fortalece y los separa. No obstante, la unidad de ambas obras recae en la propuesta de crear una nueva visión y concepción de América, donde en ninguno de los dos casos se plantea más frontera que las mismas que imponga el colonizador, ya sea cultural o política.

A diferencia de ambos, aparece La raza cósmica de Vasconcelos, donde se propone no sólo una conformación latinoamericana intelectual, sino que agrega el elemento étnico y mítico, pues la propia evolución de las cuatro razas anteriores “han puesto las bases materiales y morales para la unión de todos los hombres en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación de todo el pasado”.

En cambio, a semejanza de las anteriores, el anglosajón es el enemigo. Un rasgo común entre Vasconcelos y Rodó y que, por cierto, en Calibán es manifiesto, es la tradición española que se advierte, el modelo y la sangre española perviven, pero esto no es de su exclusividad pues durante todo el siglo XIX y aun parte del actual, no se ha roto ese paradigma, el problema radica en como asimilarlo, si como un acto de dependencia o como un rasgo de igualdad, me explico, Reyes planteaba que América no es menos que Europa, es igual, tenemos que aceptar el diálogo sólo en condiciones de igualdad, es decir, internacionalistas: “Hace tiempo que entre España y nosotros existe un sentimiento de nivelación e igualdad […] reconocemos el derecho a la ciudadanía universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituareis a contar con nosotros”.

Hace años, platicando con Roberto Fernández sobre su monumental Calibán y la poesía, le comenté que ensayar no me parecía una simple revisión de la situación política o intelectual sino una postura casi poética, que se convertiría en una clara articulación entre la historia y la poesía, entre la creación y la búsqueda de una forma de vivir. Y que ambos sabíamos que no existía poesía sin retórica, pero no ignoraba al presentarse ante la realidad social y política, el mismo sentido de la palabra nos conduce de manera natural hacia la ella, y, además, hacia una toma de posición ante el mundo, ante la vida. La poesía a la vez es pura e interesada; la vida a la vez convencional y sincera. Toda poesía que de veras lo sea será vital; toda vida auténtica es poética mientras no incurra en alguna condición artificial de la vida artística. Nunca me dijo nada, y esa tarde nos encaminamos a lo que sería la última taza de café.

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