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miércoles, mayo 1, 2024

A 100 años, ¿ha cambiado algo?

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ALDO BÁEZ*

 

Pensar México hace cien años siempre me evoca la imagen de El caos de la cultura, pero, ¿hoy ha cambiado algo? Se me ocurrió el popular y conocido verso de José Gorostiza

¡Oh, inteligencia, soledad en llamas,

que todo lo concibe sin crearlo!

Sin embargo, recordé otro que me pareció más puntual y no menos hermoso

Así todo, lejos, se me dice como algo imposible que nunca he tenido en las manos.
(Verso de Maples Arce elogiado por Borges)

Podemos enunciar dos posturas, dos etilos, dos formas de ver la vida a través de los actos y las palabras, y lo único seguro es que ambas persisten y no son suficientes: el grito o el silencio, la denuncia o la omisión. Hoy solo vemos mucho rencor y poca sensibilidad, tal vez aun no pasan cien años.

Pensar en México hace cien años es una tarea complicada pero muy interesante. Sabemos que el mundo, sobre todo después de la guerra europea y la revolución rusa, no sólo modificaba las condiciones preponderantes sino que se sometía a una necesidad imperiosa de cambio; y si bien se hacía a través de las tendencias artísticas surgidas desde varios puntos del orbe, la realidad era que la desolación y angustia se encontraban en un punto alto y era necesario no sólo asumir la condición que vivían sino que requerían explotar su manera de pensar, ver, expresarse, incluidos los gritos que provenían desde la estridencia futurista italiana. Hoy las guerras y los conflictos continúan; las tendencias artísticas, no lo sé.

En México, la Revolución triunfa y establece, a más de un siglo de su independencia (1810), el Estado nación (1917) por tanto tiempo anhelado y disputado. De entre sus escombros surgieron los frutos de una “nueva cultura” política, en reacción contra los principios establecidos, sobre todo los del discurso positivista auspiciado por el porfiriato, pero, sobre todo, en contra de un sentido acrítico de la historia, de la cultura y de la literatura. La revolución era producto de la inconformidad, aseguraba Jorge Cuesta. Inconformidad porque, ni aún con el establecimiento de los cimientos revolucionarios, el país había logrado superar aquello por lo que había peleado: justicia y libertad. Inconformidad porque muy pronto el movimiento había perdido cualquier atisbo de moral y la Constitución no lograba aún su espíritu constructor de una nueva nación. Tal vez lo único que ha cambiado es que no hay ni estridentes ni contemporáneos, vivimos un vacío, una orfandad: la apatía estética, por decir algo. Somos los otros porfirianos.

Para comprender con precisión el movimiento de la Revolución Mexicana debemos evitar reducirlo al movimiento armado. La vía armada fue el medio para que operara la transformación política y social, pero la revolución debe mirar por aquellos otros factores que también contribuyeron al cambio de la sociedad. La crítica y la mirada inconforme que se depositó sobre la historia y el devenir, las tareas que emprendieron los jóvenes pensantes en oposición no sólo a las injusticias de carácter social y político, sino al entorno de la doctrina filosófica oficial y dominante en México, el Positivismo, una expresión de los privilegios, una forma de cambiar sin cambiar, un gatopardismo muy devaluado. Éste fue el instrumento que usaron los políticos e intelectuales con la finalidad de solucionar los grandes problemas nacionales ¿hace cien años? Las enseñanzas de August Comte, filósofo francés, fueron útiles, pero también muy
rígidas y legitimantes de un modo de ver la vida. El orden y progreso provocó también injusticia y grandes brechas de estancamiento. Esta doctrina fortalecía la posición de los grupos que dominaban la economía y el gobierno, además justificaba y procuraba que no se diera ningún cambio o trastorno en el país contrario a sus intereses. ¿Hace 100 años?

El Ateneo de la juventud, fundado en 1909, no sólo se opuso a la doctrina positiva en busca de un replanteamiento de la cultura mexicana a través del paseo clásico por el sentido de lo universal, sino que se propuso, sobre la base de lecturas públicas y novedosas, desde la propia juventud de sus miembros de los rasgos de esta incipiente nación crear un nuevo orden espiritual. Decidieron crear las bases para que la juventud tuviera algo que recordar, como misión. Seguimos siendo los otros porfirianos.

Liderados por un pensamiento vivo en ánimos, se impusieron la difícil tarea de emprender la construcción cultural del país. José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes, Martín L. Guzmán, Pedro Henríquez Ureña o Julio Torri, entre otros miembros, eran casi sesenta, hombres ilustres y capaces de esta tarea, tenían entre sus objetivos abolir las bases sociales y educativas de los positivistas para propiciar el retorno del humanismo y fomentar la lectura de los clásicos, pues, como señala Monsiváis, “la Revolución no consistió solamente en la lucha armada o política”. Inteligencia, soledad en llamas.

Lo importante del proceso acontecido en el país durante las dos primeras décadas del siglo XX no se centró de forma exclusiva en la búsqueda del cambio político –éste en efecto, era sustantivo-, sino que, además, puso el énfasis en instituir aquellos elementos que impedían la real aparición del Estado-nación. Así todo, lejos, se me dice como algo imposible.

Asimismo, era primordial analizar todas y cada una de las relaciones entre el estado y el individuo, como lo advierten estudiosos de la relación entre la cultura y el poder emanado del discurso de la práctica revolucionaria del periodo como Enrique Krauze, José Joaquín Blanco, Louis Panabière o incluso Octavio Paz, en referencia a las circunstancias culturales que se gestaron antes, entre y después de la Revolución mexicana que todo lo consume sin crearlo.

Los estridentistas no sólo fueron una manifestación ruidosa sino la señal de una inconformidad, o presentimiento, de que la revolución no encontraba buen sendero para plasmar todo lo que había pregonado e incluso plasmado en la Constitución. German List sabía que no se podían decir las cosas a sotta voce sino que deberían explotar a grito abierto, que la tarea era complicada en medio de esa silenciosa hipocresía que se filtraba cada vez más en las esferas creativas, algo imposible que nunca he tenido en las manos.

Con este vocablo dorado, estridentismo, hago una transcripción de los rótulos dadá, que están hechos de nada, para combatir la “nada oficial de libros, exposiciones y teatro”. En síntesis, una fuerza radical opuesta contra el conservatismo solidario de una colectividad anquilosada (Maples, 1921), mientras el mesero académico descorchaba las horas.

Manuel Maples Arce, Árqueles Vela y Germán List Arzubide, a través de estos comunicados, rechazaban los valores tradicionales. En ellos, aventuraron sentencias como: “Chopin a la silla eléctrica”, “Muera el cura Hidalgo” y “Viva el mole de Guajolote”, con las que criticaban la idea nacionalista del arte que reforzaba la tendencia oficial y legitimaban al nuevo régimen. Además de los manifiestos, publicaron dos revistas: Irradiador, en 1923 y Horizonte, de 1926 a 1927. Hace unos meses la revista Generación (2021), de Martínez Rentería (†), convocó a una espléndida memoria, pero el viento electriza: ¿ha cambiado algo?

Los escritores Germán List Arzubide, Arqueles Vela, Salvador Gallardo y Luis Quintanilla Kyn Taniya; los pintores Ramón Alva de la Canal, Jean Charlot, Leopoldo Méndez, Fermín Revueltas y Rafael Sala; los escultores Guillermo Ruiz y Germán Cueto; y, como colaboradores cercanos, el pintor Diego Rivera, los fotógrafos Tina Modotti y Edward Weston, y otros más, entre ellos el periodista Carlos Noriega Hope, editor del semanario El Universal Ilustrado, donde los estridentistas encontraron un foro abierto y acogedor. Y desde la ventana los miraba don RLV, dixit, E. Escalante.

Desde el primer año del lanzamiento del primer Manifiesto, Actual, el poeta Manuel Maples Arce realizó un recuento sobre el avance de las vanguardias tanto literarias como plásticas en México, pues consideraba que “Los pocos intelectuales que fueron a la Revolución estaban podridos”. Algo imposible. No obstante, paralelamente a la agitación social posrevolucionaria nace el estridentismo; él mismo reconoce lo poco profuso del movimiento y advierte la carencia de público. Soledad en llamas. Aunque admite el poeta la improvisación y tras rechazar el elogio, Maples Arce concluye con una definición categórica: “el estridentismo es una razón de estrategia. Un gesto. Una irrupción”, motivo por el cual lo deslinda de escuelas, de tendencias o mafias intelectuales. Susurros y estridencias. Y la fiebre sexual de las fábricas.

“Éxito a todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México”, dice el último punto del primer manifiesto, “ a los que aún no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente, a todos los que no han ido a lamer los platos en los festines culinarios de Enrique González Martínez”, – quien en aquella época era ministro plenipotenciario de México en varios países- “para hacer arte con el estilicidio de sus menstruaciones intelectuales, a todos los grandes sinceros, a los que no se han descompuesto en las eflorescencias, lamentables y mefíticas de nuestro medio nacionalista con hedores de pulquería y rescoldos de fritanga”.

Pensar México hace cien años siempre me evoca la imagen de El caos de la cultura, pero, ¿hoy ha cambiado algo?

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