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sábado, noviembre 23, 2024

La Amante Poblana: Capítulo final

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Capítulo Final

Valle de las máscaras 

 

Fumaba. Anais fumaba mientras los hombres y las mujeres de negro iban abarrotando el lugar.  

El humo no combina con las flores, las marchita, las seca.  

Los pétalos son de piel, como las mujeres.  

Anais daba una bocanada fuerte y otra más mientras veía del otro lado de la sala a sus cuñados, a su suegro y a decenas de señoras que, debajo del luto, escondían la burla.  

El morbo verdoso les bajaba por los enormes lentes. Todas querían parecerse a Jackie Kennedy u Onassis.  

Fumaba cuando sintió la mano de su hombre rodeándola por la cintura.  

Y se veía de pronto en medio de esa coreografía forzada recibiendo saludos de aquellas quienes a sus espaldas la apuñalaban. Todos los días. Cada mañana o cada tarde; en cafés o clubes sociales y deportivos.  

La mano de Manuel Senderos iba y venía por su espalda, y ella encendía un cigarro con la colilla del anterior, y pensaba que esa mano que ahora la confortaba y la hacía sentir segura, pronto podría ser la que la bajara al infierno.  

Así se vive en esta ciudad de Dios, pensaba, uno no está a salvo ni con el reflejo que regalan los espejos.  

Había conocido a ese hombre volcánico en el epicentro del desastre. Y ya lo amaba. Lo suficiente como para que en un tiempo comenzara a sangrar por las muñecas y los pies; como estigmas.  

Eran tan distintos, y tan parecidos… 

Fue el segundo entierro en menos de seis meses. Y el cadáver que yacía entre coronas y velas no podía descansar en ese momento: el ruido de los murmullos no deja en paz a las almas que vivieron sordas.  

A Lupe Amaro le hubiera fascinado estar en ese convivio, el último en el que ella podría ser la protagonista después de tantos años de decadencia.  

Es injusto, pensaba Anais, que la vida no te permita poder estar presente en la única ceremonia donde todo el mundo trata de enarbolar las virtudes de un cuerpo que ya no reacciona ante el elogio falso.  

Valle de los Ángeles ha sido la estación final en la vida de muchos demonios.  

Allí se purga por un instante todo el mal cometido.  

Es un lugar en el que la densidad del aire pesa al respirar. En donde se reúnen las conciencias más ruines con las magnolias y uno que otro despecho morado.  

¿Qué estaba haciendo ella entre ese desfile de máscaras? 

Llevar la suya.  

Finalmente le sacaba ventaja a su vieja enemiga: ella seguía viva. Vestida de escarnio y escándalo junto a un hombre casi desconocido que de una u otra manera era parte de ese rebaño al que ella jamás perteneció.  

Los personajes que cruzaron por su vida desde que enterró a su esposo, regresaban ya a formar parte de esa puesta en escena cuyo tema principal no era la pena de perder a una amiga, a una hermana o a una patrona, sino el placer de enumerar con sordina aquello que la hacía humana; por lo tanto, débil, por lo tanto, ruin. La puta más vieja de burdel. Una emérita y honorable.  

En los velorios (pensaba Anais mientras fumaba y empalmaba su mano con la de Senderos) como en cualquier acto político, se juntan los amigos falsos y los enemigos de verdad.  

Narda llegó a unirse a la pareja. No se alegraba de la muerte de Lupe; lo que le sorprendió fue la vulgaridad del método.  

¿Quién se creía para arrancarse la vida de una forma tan teatral?  

Para ser Miroslava le hicieron falta veinte centímetros y acostarse con Dominguín.  

Pero en cambio estaban ahí, pasando lista y abonando su respectiva porción de lodo, Juancho Ibáñez y Ruy Castro.  

Porque así se estila en Puebla: la muerte expía cualquier crimen del corazón y los viudos se reparten las condolencias sin hacer gestos como un símbolo de hombría, civilidad y buenas formas burguesas.  

Las horas pasaban y las lágrimas apócrifas iban cediendo paso a las risas genuinas.  

Los apellidos sonaban entre los corrillos y al nombrarse, las cejas se levantaban o los ceños se fruncían.  

¡Pobre Fernando!, musitaban las señoras en tanto en sus mentes gritaban ¡de la que se libró! 

Aunque la sentencia de muerte la llevara estampada en la textura caliza de sus manos y el hepático color que llenaba sus ojos que gritaban cáncer por todo el boulevard.  

La hora del rezo, los salmos, la palabra divina que por un instante acallaba el ruido de moscas que no cesó desde que la fina caja alquilada de caoba llegó.  

La ventanilla del féretro abierta, a disposición del que deseara dejar su huella de manos sucias y de esa clase de sudor que mana del cuerpo cuando está excitado o entreveradamente feliz.  

Anais caminaba de la fuente hacia la barra del coffee break 

El humo de la taza dibujaba ondas que distorsionaban los rostros que le sonreían como un gesto de complicidad. 

Porque la que estaba dentro de la caja, y no ella, había sido la verdadera amante poblana 

Porque para serlo se requiere no parecerlo jamás.  

Porque sólo la legítima logra que al final de sus días sus hombres se abracen al mismo tiempo que los demás disfrutan del pasaje de la humillación.  

Un tango de tres. 

Anais fumaba pensando que la muerte es tan justa que no reuniría a esa madre con su hijo. 

Aunque el sacerdote narrara una bella escena pastoral entre nubes y arcángeles de la Catedral.  

Cuando la caja se cerró y se fue, la gente se desdobló en automático.  

Y la muerte y sus poderes maravillosos obraron el milagro de darle una nueva vida a Guadalupe Amaro.  

La verdadera.  

Cruzando los jardines, a la hora del valet parking, se armaron las comitivas que salieron hacia las casonas del centro para reescribir fielmente y con versiones contrapuestas, la historia de esa mujer. De la que ya se podía hablar abiertamente y volverla mito; hasta que una nueva beata la rebasara por la reja decó del panteón francés para ser juzgada sin la cosmética que te obliga a pasearte por la vida siendo quien no eres. 

La vida en Puebla siempre será mejor que la muerte en Puebla. 

Anais lo sabía.  

Y sólo fumaba.  

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