Capítulo 51
Dos agujas no se pican
Lupe no consiguió encontrar las llaves del archivero. Cayó rendida como a las cinco de la mañana dejando tras ella un muladar de papeles tirados y muebles volteados.
Reme, la muchacha, tuvo que fletarse con ella en la búsqueda estéril, sin embargo, por ser la sirvienta no podía darse el lujo de quedarse en la cama hasta reponerse. Se puso en pie a las siete y así, toda desvelada, comenzó a arreglar el desastre.
Dieron las diez de la mañana y Reme de pronto escuchó los gritos de su patrona. Fue corriendo a asistirla. Lupe estaba ya bañada, envuelta en su bata.
–Reme, necesito que me hagas un café muy cargado para poder despertar bien. ¿Qué pasó, no lograste encontrar las llaves?
–No, señora, pues ve que volteamos la casa y nada. Yo creo que don Fernando las ha de traer consigo.
–Claro, eso debe ser. Lo que no puedo creer, Remedios, es que hayas sido tan desconsiderada para no informarme lo de los análisis que encontraste en el estudio. ¿Qué soy la pendeja de la casa o cómo?
–Perdón, señora. Es que…
–Bueno, bueno, ya. Nada podemos hacer más que esperar a que regrese el señor, si es que lo sacan.
–¿Quiere que le haga su desayuno?
–No, ¿tú crees que con estos nervios me va a entrar algo de comida? Ve por mi café y llama al mozo para que te ayude a recoger rápido el desorden que dejamos. Por lo menos el de la sala y el estudio porque en media hora llega el nefasto de Manuel Senderos. No puedo creer que Fernando esté haciéndonos esto; te imaginas, Reme, que es el mismo fulano que está defiendo a Anais. Es una burla, una completa charada. Lo detesto. Detesto a Fernando más que al abogado ese porque me está poniendo en evidencia, ¿tú crees? ¿Piensas que es correcto? Qué bueno que nunca te casaste, Reme. A veces es mejor andar por la vida solas que acompañadas de especímenes que a la primera de cambio te apuñalan.
–Doña, Lupe, no diga eso, si mi patrón no ha hecho otra cosa que consentirla, aparte recuerde que está malo. No hay que hacerlo pasar muina ahora que venga.
–Si es que viene. Yo lo dudo. Esa complicidad entre ese par de garañones… uy… De verdad, Remedios, qué bueno que te quedaste para vestir santos. Los hombres son un problema, más a esta edad: todos viejos, descangallados, mañosos y con un severo daño en el cerebro.
–No diga eso, doña Lupe. La va a castigar Dios.
–Ya me castigó, ¿qué no ves? Anda, ve a hacer lo que te dije.
Remedios desapareció en el pasillo con sus pasos leves, casi imperceptibles; después de trabajar cuarenta años con los Amaro estaba acostumbrada a escuchar las descalificaciones de Lupe.
A las 10:30, sonó el timbre. Remedios se apresuró en abrir. Manuel Senderos estaba al otro lado de la puerta hablando fuerte con uno de sus pasantes pero, en cuanto tuvo a Reme de frente, colgó dejando con la palabra en la boca al interlocutor.
–Es usted el abogado, ¿verdad? Pase, pase por acá, la señora lo espera en el estudio.
–Gracias, señora. ¿Cómo se llama usted?
–Remedios.
–Doña Remedios, como la hermana menor de mi madre. ¿Cuántos años lleva usted trabajando acá?
–Uy, toda la vida.
–Mire nomás que casona. Se ve que su patrón era bueno pal bisne. ¿Esa esa una jacaranda?
–Un Tabachín. Pase, pase. Ahí es. Deje lo anuncio. Señora, su visita.
–Que pase.
Lupe estaba sentada detrás del escritorio como toda una mujer de negocios. Había optado por ponerse un traje sastre color buganvilia y se recogió el cabello en un chongo bajo.
–Lupe, ¿cómo está?
–Háblame de tú, Manuel, que somos de la misma edad. ¿O qué? La juventud te ha llegado por contagio últimamente…
–No me acordaba que tenías tan buen humor, Lupe.
–Siéntate. ¿Quieres una copa?
–¿Qué no es muy temprano para beber?
–Ya no somos unos mozalbetes, Manuel. Nos hemos ganado el beneficio de beber a la hora que nos dé la gana, ¿qué no?
–Prefiero un café. Pero tú tómate tu copa, sin problemas.
–Faltaba más. ¡Remedios, tráele un café al licenciado! A ver, Manuel, sabes perfectamente que no estoy de acuerdo, en absoluto, con el hecho de Fernando te haya contratado. ¿Cómo le piensas cobrar? Ya sabes en el lío en el que está metido, sabes que es muy gordo. Mucho dinero que, por ahora, no tenemos, más lo que le arranques si lo sacas.
–Tienes un pésimo concepto de mí, Lupe. Y no te culpo. Así somos los hombres y las mujeres que no nos dejamos ver la cara de pendejos, ¿no? Estamos en confianza, ¿no? Y noto tu ironía. Sé que no soy santo de tu devoción, pero ya estamos en estas. Necesito que me entregues los papeles que tu marido le firmó a Ruy.
–Acá están. Tómalos. Solamente quiero que me digas qué pretendes. No nací ayer, Senderos. Y sé que estás muy pegado a mi nuera, aparte de ser su defensor, creo que hay algo más. No te culpo: ella es guapilla, joven pero, sobre todo, muy, muy astuta.
–Te contesto en la misma tesitura, Lupe: ¿y tú crees que yo nací ayer como para no oler desde la entrada que lo que tú quieres es hurgar en las faldas de tu nuera para acabar de joderla? Ya déjala en paz, mujer. No me vas a ganar, y lo sabes. Contrataste a un teleñeco para el pleito. Uno que no tarda en entregarte, reina.
–¡Reina! ¡Ja! Tenía cuarenta años que nadie me llamaba así. Pero, bueno… aquí están los papeles. Dile a tu nuevo cliente que no lo pienso ir a ver porque odio meterme en esos cuchitriles.
–Mejor que no vayas, Lupe. Lo necesito tranquilo. Ya ves cómo les afecta a los enfermos esta clase de situaciones. Y lo queremos libre para que pueda dejarte tranquila y sin deudas, no para cafetearlo luego, luego.
–O sea que tú también sabías lo del cáncer. Coño, en qué momento me volví una nulidad en esta casa: lo sabe la sirvienta, lo sabe el chofer, tú… ¿Te lo dijo él? ¿Cómo te lo dijo? ¿Y en qué fase va el cáncer?
–Ah, ¿no lo sabías? Lupe, me extraña. ¿En dónde quedó esa autoridad? No sé en qué fase vaya, lo que sí sé es que no piensa someterse a ningún tratamiento. Por eso te digo que es mejor que te tranquilices y no te interpongas. Voy a negociar con Ruy la deuda.
–Ja, ya me imagino, seguro que la piensas pagar tú para después hundirme y hacerme tu rehén.
–No tengo tanta lana, Lupe. ¿En qué momento empinaste así al pobre de Fernando? Yo me acuerdo que eras mujer tranquila, conforme.
–¿Empinarlo? Qué vocabulario, Manuel. Tú nunca cambiaste.
–No, gracias a Dios que no.
–Todavía me pregunto cómo es que de pronto te volviste el abogado que la gente dice que eres.
–¿Un hijo de puta? ¿O muy chingón?
–Digamos que el que buscan todos los desesperados.
–Precisamente por eso: porque seguí siendo el mismo.
–Ja. Tienes una autoestima por los cielos, querido.
–No, simplemente no me he detenido ante las críticas y las zancadillas de nadie.
–Bien, pues ojalá que Fernando no se haya equivocado y que en verdad no vayas a ser tú quien lo acabe de… ¿Cómo dijiste hace un momento?
–De empinar, Lupe.
–Eso. Y, sobre todo, que seas ético y no confundas un asunto con el otro. No quisiera tener que pasar por el trago amargo de ver cómo tu nueva amante se posesiona de mi casa.
–Eso no va a pasar. Tu casa es vieja. Si me la llego a quedar, que no pasará, lo más probable es que se la done al padre Nachito.
–Sobre mi cadáver, Manuel. De acá no me sacan más que con los pies por delante.
–Es broma, reina. Ya me voy y nunca me trajeron ni el café. Muy mal servicio el de esta fonda de lujo.
–Esa Remedios… anda en la tonta todo el día. No te puedo decir que fue un placer verte, pero lo que sí es que espero que ayudes a Fernando. Una vez fuera, ya nos arreglaremos.
–Seguro que sí. Para mí sí fue un placer verte, aunque lo dudes…. reina.