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jueves, septiembre 19, 2024

La Ruda

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A propósito de la despenalización del aborto en Puebla, el pasado 15 de julio, les dejo uno de mis cuentos que forman parte de mi libro El pan de la vergüenza (Coyoacán, 2023) y al que titulé La ruda. . .

Cuando la casa huele a ruda Carmen sabe que jugará en el patio hasta la tarde sino es que Lulú, la vecina, la invita a comer y pasar el rato con sus hijos Marilú y Beto. Todos en la calle, en la colonia y más allá de la periferia, sabían de Doña Teté, las recomendaciones iban de boca en boca y lo mismo llegaban a pie que en coches de lujo.

Empezaba temprano, a veces desde las ocho de la mañana ya tenía alguien tocando la puerta, casi siempre, un niño con cólico atravesado. Nada grave.

En esas cuestiones Carmen, su nieta, podía ayudar, pasaba el pan puerco o calentaba el té de epazote de zorrillo. Es un empacho, decía, Teté, enseguida untaba la pasta grumosa y movía las tripas en el sentido contrario a las manecillas del reloj, luego la espalda para tronar el cuero, varios pellizcos a lo largo de la columna vertebral hasta escuchar un crac. Tocaba el turno de los pies, golpear los talones y cruzarles las piernas, lo mismo con las manos y por último apretarles el estómago con un rebozo y rodarlos en la cama.

Los niños eran de a cincuenta y los adultos de a cien pesos, si eran torceduras de a cien parejo, acomodar al niño en el vientre materno, sesenta y traerlo al mundo dos mil. Pero no siempre había dinero y a veces aceptaba alguna gallina, arroz o frijol. Nunca fiaba, su reputación era vasta como para no cobrar, además la gente abusa y pendeja no era, decía.

Teté ya pasaba de los sesenta años, era robusta, de caderas anchas y piernas torneadas, aprendió a curar gracias a su abuela, de quien también heredó los labios delgados y el lunar cerca del ojo derecho, el mismo con el que nació Carmen.

—Cuando seas más grandecita, entrarás conmigo y tu mamá a la cocina y pondrás la ruda con el chocolate y otras hierbas que irás conociendo, mientras síguele estudiando y aprende a usar la navaja de los doctores para que seas más cabrona que yo.

Carmen sabía que la ruda era una hierba milagrosa que chupa las malas energías, quita los dolores de panza y uno que otro estorbo –según Teté–. Tenía doce años, era morena con sendas trenzas que caían a media espalda, sus ojos eran aún más negros que su pelo y cuando sonreía el labio inferior le temblaba como intentando ocultar su timidez.

Moría de curiosidad por entrar a lo que ella llamó la ceremonia de la ruda, el misterio, el silencio y la concentración con la que veía a su abuela cortar la planta del jardín le erizaba la piel. Le gustaba olerla e imaginar cantidad de historias alrededor de ella porque por algo era la planta consentida de la abuela y la que más clientas atraía.

Lo único que Carmen podía hacer en aquella ceremonia era abrir la puerta.

—Buenos días, este servicio se paga por adelantado, ¿trajo su sábana?, siéntese y espere a que Doña Teté la reciba.

Las clientas nunca la veían a los ojos y apenas contestaban con la cabeza, algunas chicas iban acompañadas por otras mujeres, amigas, madres.

Carmen siempre jugaba a adivinar el parentesco porque había dos cosas prohibidas en aquella ceremonia: hacer preguntas y los hombres.

Una vez acudió lo que Carmen supuso era la pareja de la chica y Teté lo mandó de regreso a su casa con un grito y dos tronidos de dedos. Ahí aprendió que la cosa era aún más seria y debía tener algo de complicidad femenina.

Acabada la ceremonia, Teté metía la sábana ligeramente manchada en un tambo de metal viejo, torcido, carcomido por el tiempo y le prendía lumbre.

En contadas ocasiones las chicas pasaban la noche en casa de la abuela y era cuando Carmen percibía el miedo en sus ojos, si se subía a una cubeta podía verla por un hueco en la ventana, caminaba de un lugar a otro, se limpiaba el sudor con su babero, aventaba las ollas y regresaba al cuarto contiguo.

Esas noches las pasaba con Lulú y le gustaba cuando Beto la despertaba y le proponía subir a la azotea a fumar la pipa de vidrio. Beto tenía dieciocho años y se conocían desde siempre, con el paso de los años se volvió un chico retraído. Dejó de estudiar cuando salió de la secundaria y empezó a trabajar en un taller mecánico, no era guapo, le faltaban dos dientes y sus cejas parecían dos bichos peludos. Sin embargo, Carmen lo veía como un hermano mayor, alguien de fiar y con quien reía mucho.

La pipa de cristal era un secreto que disfrutaba porque sentía lo mismo que cuando olía la ruda, su cuerpo viajaba entre los susurros de Beto, el calor y sudor. Al día siguiente, Carmen se despertaba con el olor a hot cakes o bien, con un beso de Teté para decirle que ya podía regresar a casa.

Las semanas pasaron y a Carmen dejó de gustarle el olor a ruda, más bien le daba asco, dormía más de lo habitual y sentía escalofríos en plena primavera.

Cuando Teté intentó curarla de empacho palpó su vientre y supo que Carmen estaba embarazada pero no se lo dijo. Su nieta no pasaría por esa vergüenza, solucionaría el problema primero y después arreglaría cuentas con quien quiera que fuese el culpable.

—La ruda abuela, tú dices que la ruda lo cura todo.

—Sí mija la ruda te sanará.

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