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sábado, diciembre 7, 2024

Cacahuates japoneses (rumbo a París 2024)

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Somos un desastre, Akari Miro, confesé luego de noches tórridas y días aciagos, saturados de sopas a base de pasta ramen preparada como nos enseñó Momofuku Ando. Hemos vivido de una manera arriesgada, hemos sido aliados de la noche. Nuestra insolencia raya en la ignominia. ¡Cocinemos Hakata tonkotsu!, la primera sopa ramen
auténticamente japonesa… luego de haber sido importada de China.

Hagamos de esta olimpiada la aventura de los noodles, propuso Akari Miro, subamos al podio con los suficientes gramos de seso y una docena de talegos de trigo en las espaldas hechos fideos, como lo hubiera imaginado el inmortal Kenzaburo Oé. Los fabulosos, enloquecidos años de 1960 fueron testigos de cómo el rey del barrio venció a todos y cada uno de sus oponentes en backgammon, artes marciales, preparación de ramen, tenis de mesa, salto largo, mil quinientos metros planos, lagartijas. Sin embargo, esa tarde, al salir del metro un par de mequetrefes lo insultaron y lo vapulearon, dejándolo lastimado en medio de la acera. Akari Miro, somos un desastre.

Era ella vecina de mi abuela en la colonia Roma; ahí la echaron al mundo de la productividad con una beca vitalicia para indagar los nudos gordianos de la mercadotecnia. Akari Miro y los suyos le compraron esa propiedad a unos judíos que estaban por mudarse a una calle de la colonia Polanco con nombre impronunciable. Eso sucedió poco antes de la navidad de 1963, lo recuerdo bien, pues de lo único que se hablaba era del reciente asesinato del presidente John Kennedy y de cómo su esposa Jackie no lo podía creer. El tirador no fue un destartalado jovenzuelo, sino un profesional. Akari Miro, somos un desastre.

La familia de mi japonesa favorita fabricaba cacahuates cubiertos de un capa pastosa y dulzona que se ponía dura al freírse en aceite hirviendo y, por alguna extraña razón, aliviaban la angustia del momento. Causaron furor y se unieron al conjunto de usos y costumbres alimenticias que, desde entonces, devastaron la salud del mexicano.

Pero, ¿qué culpa podían tener Akari Miro y los suyos de nuestra debacle alimenticia? Lo único que intentaban era ganarse la vida a fin de honrar la memoria de sus antepasados en las remotas islas niponas. En alguna ocasión ella me platicó de un tío abuelo que se había dedicado a la geología, experto en piedras y rocas, sabiduría que Akari Miro intentaba recuperar en su escaso tiempo libre, luego de ayudar en la producción y empaquetamiento de cacahuates enchilados, novedad que traía por la calle de la amargura adictiva a más de uno. De la distribución se encargaban los hermanos mayores, quienes muy temprano por la mañana partían en sus motonetas verdes pistache cargadas de la preciada mercancía.

El año olímpico de 1964 lo vivimos cachete con cachete Akari Miro y yo gracias al regalo de mi tío Chucho, quien se había dado una vuelta por los países del este asiático. Se trataba de una radio gris, pequeña y portátil, con perillas cromadas y estuche de cuero negro, receptor que solo podía escucharse mediante audífonos color carne, por lo que se mimetizaban en las orejas. El viejo don Juan sabía muy bien que este obsequio me pondría en bandeja de plata la posibilidad de compartir con ella de cerquita semejante artefacto en miniatura.

Pero había un problema. Buena parte de las competencias de celebrarían siendo de noche en México. Escuchamos pedazos de competencias en un sonido monoaural demediado, echándonos sonrisitas coquetas hasta que sus papás la metían en su casa. ¡Qué importaba, con tal de estar cerquita de aquella muñeca de porcelana y ojos rasgados, negros como el azabache!

Los primeros éxitos de los Beatles estaban invadiendo las ondas hertzianas en la ciudad, y entre una y otra canción nos enteramos de la proeza lograda por el etíope Abebe Bikila, quien tenía la costumbre de correr descalzo; de esa manera triunfó en la carrera de maratón en Roma 1960 y lo volvió a hace en Tokio cuatro años más tarde.

También supimos de las manchicuepas sensacionales que había dado la soviética Larisa Latynina, de quien más tarde conseguí algunas fotos y tuve fantasías eróticas. Ahora que lo pienso, fue su imagen divina la que me indujo a peregrinar hacia la fascinante ciudad de San Petersburgo y amar profundamente a Lena por devoción al Neva.

En esos días mis ídolos olímpicos fueron el indio sioux Billy Mills, pues, contra todos los pronósticos, ganó la medalla áurea en los 10 mil metros planos; y Bob Hayes, apodado la bala, quien se llevó los 100 metros planos y participó en el equipo norteamericano de relevos 4×100 que también se subió a lo más alto del podio ese mismo día. Luego gozamos de 10 fabulosas temporadas cuando jugó como corredor ofensivo para los Vaqueros de Dallas.

Quienes poseían receptores de televisión pudieron ver algunas horas de transmisiones en vivo, aún en blanco y negro, o bien, mirar más tarde las repeticiones grabadas con las hazañas que la humanidad estaba logrando, siempre más alto, más veloz, más lejos. Los que no tenían televisor, días después podían admirar las fotos en las revistas, o también podían ir al cine y disfrutar los largos noticiarios que se proyectaban en pantallas enormes antes de las películas.

Nos regocijamos cuando supimos que un pariente de Akari Miro, Tsutomu Hanahara, había conseguido una medalla de oro en lucha grecorromana. Ella le escribió una carta pidiéndole permiso para usar una foto suya en la etiqueta de los cacachuates dorados. Tsutomu aceptó, haciéndola feliz el resto del año, y a mí de pilón.

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