Capítulo 44
¡Abajo las bragas y arriba las manos!
Manuel entró y con un movimiento rápido le puso seguro a la puerta. Afuera se escuchaba el sonido de las copas y del trajín de los meseros que iban y venían.
Anais estaba acicalándose el cabello frente al espejo. Lo vio desde ahí a sus espaldas. Los ojos de ambos se encontraron y Senderos entonces avanzó violentamente hacia ella. La besó con furia, subiéndole las nalgas al mueble del lavamanos.
Ella le empezó a tirar del cinturón. Él, urgido, le arrancó la camisa como pudo y comenzó a bajar por el cuello.
El sonido del restaurante los excitaba, podían ser descubiertos en cualquier momento.
Anais lo empujó entonces para bajarle de un tirón el pantalón. Se bajó a chupársela con la fruición con la que se extrae el jugo de un fruto. Manuel le metió ambas manos en el pelo y jaló de él con fuerza. La atrajo hacia arriba y siguió besándola, para luego girarla y ponerla frente al espejo con las manos puestas en el lavabo.
–Por eso odio los pinches pantalones.
–Quítamelos ya.
Anais, diestra como nadie, había hecho una maniobra en medio de esa danza de cortejo: se desabrochó el cinturón y bajó el cierre. Los pantalones no eran muy entallados, así que la gravedad hizo lo suyo en cuanto Mnauel jaló hacia abajo.
La agachó más. Ella balbuceaba palabras sucias que él, por la calentura del momento, no escuchaba.
Le metió los dedos de la mano derecha y comprobó que aquello era un caldo hirviendo. La agarró de la cintura, se puso saliva en la mano para luego lubricarse el miembro.
Ambas manos de él si situaron en las nalgas de ella y se la metió hasta el fondo. Ella jadeó y alcanzó mirarase a sí misma en el espejo. Le gustaba la imagen. El rostro de Senderos se transfiguraba con cada metida, apretaba los dientes y los ojos desprendían un brillo demoniaco.
–¿Te gusta?
–Me encanta, dame más. Toda.
–Eres muy putita, sabes.
–La más puta que has conocido, te lo prometo.
–Y de quién son estas nalgas, dime.
–Tuyas, cabrón, tuyas.
–Nada más mías.
–Solamente.
–¿Te vas a seguir cogiendo al doctorcillo?
–No, ese es un imbécil.
–¿Quieres más?
–Quiero todo.
–Te voy a coger toda la noche. ¿Es lo que quieres verdad, putita mía?
–Sí, es lo que quiero.
–¿Te gusta la verga, verdad? Mírate, ve tu cara en el espejo.
–Me encanta, sí. Dame más, duro, así…
Alguien del otro lado de la puerta dio vuelta a la chapa, y como estaba pasado el seguro, empezaron a forcejear.
La pareja que estaba a punto de caer en un éxtasis total escuchó la voz de una mujer llamando a un mesero.
La mujer detrás de la puerta se percató de los gemidos de un orgasmo compartido.
Anais abrazó a Manuel con nerviosismo. Senderos no acababa de recuperarse cuando ella se dispuso a acomodarse los pantalones.
–Abran, por favor, el baño es público– se oyó decir al mesero.
Manuel se echó agua en la cara mientras Anais lo acicalaba. Fue cuando notó que los botones de su camisa estaban en el piso. Tendría que hacerle un ajuste emergente anudándosela por la cintura.
Una vez resuelto el problema, Anais dio tres pasos hacia la puerta. Manuel le sostuvo la mano en la chapa, la lamió por el cuello y le dijo que se fueran a su casa. Ella asintió sonriendo. Dispuesta a abrir para que la gente se diera cuenta de lo que había pasado dentro. Llevaba el carmín del bilé un poco corrido y las piernas temblando.
Abrieron como si estuvieran recibiendo una visita. Senderos no se inmutó ante la mirada absorta de la señora que esperaba entrar y de los meseros. Salieron tomados de la mano, con una mueca triunfal.
El baño se encontraba en otra área distinta a la que estaba su mesa, y no fue hasta que llegaron cuando se percataron de un evento que cambiaría el curso de sus planes de huir a la casa de Manuel para seguir cogiendo.
Cuando cruzaron el arco del área de fumar, Manuel notó que algo pasaba en una de las mesas del punto ciego.
Todavía con restos de labial en la boca se acercó en cuanto vio a unos policías.
–¿Qué está pasando?, preguntó.
El pequeño comando estaba en rodeando la mesa de don Fernando.
–Licenciado Senderos, ¿cómo le va? Pues nada, venimos por el señor.
–¿Por quién?
–Por mí, Manuel, dijo Fernando, completamente hundido en su vergüenza.
–¿Por ti? A ver, oficial, muéstreme la orden.
–Aquí tiene mi lic.
Anais no comprendía nada de lo que estaba pasando. Miró a su suegro con una mezcla de pena y duda.
–Debe haber un error, dijo ella.
–No, mija. Vienen por mí. No hagamos escándalo.
–No, no, de ninguna manera. Manuel haz algo.
–A ver, oficial, cómo se llama usted. Recuérdeme su nombre.
–Ricardo Lucas. Mi lic vamos a proceder, por favor.
–No, no, Lucas. Deme chance de hablar con el señor Amaro un minuto en privado. Acá mismo. Deme chance.
–Manuel no es necesario…
–¡Oh, que sí, Fernando! Permítanme, no me lo voy a llevar. No está oponiendo resistencia.
–¿Es usted su abogado mi lic?
–Sí, soy su abogado.
Manuel se sentó junto a Fernando para hablarle en secreto.
–¿Qué es todo esto?
–Ya sabía que en cualquier momento me iban a agarrar. Debo una millonada a Ruy Castro.
–¿Te prestó lana ese hampón?
–Mucha. Y no tengo para pagarle. Me denunció penalmente por fraude, ya tiene meses.
–Okey. Vámonos al MP. Yo voy contigo, ahorita mismo pongo a mi gente a tramitarte un amparo.
Anais había regresado a su mesa para esperar.
–Un favor, Lucas. No me lo esposen, no hagan cagadero en público. Va a salir con ustedes por voluntad propia. Ahorita voy para allá. ¿Es con Concha el tema?
–Sí, mi lic. ¿Seguro que no se nos pela? Lo vamos a sacar así porque confiamos en usted.
–Que sí. ¡No jodas, Lucas, es un anciano!, que no lo ves, dijo Manuel musitando mientras Fernando tomaba su saco y salía del lugar.
El viejo le echó una mirada cargada de ternura a Anais. Ella se acercó de nuevo a donde estaba ocurriendo la escena.
–No se preocupe, don Fer, ahorita vamos para allá. ¿Quiere que le avise a doña Lupe?
–No, no por favor. Nada más va a llegar a complicar las cosas. Gracias, hija.
Manuel tomó del antebrazo a Anais y fueron a su mesa a pagar la cuenta y a recoger sus pertenencias.
Aún tenían los dos la piel crispada por la arremetida en el baño.
–¿En qué pedo se metió este cabrón?
–No lo sé. ¿Ya te dijo?
–Debe una fortuna. ¿Sabías que estaban tronados?
–Narda me comentó algo de un préstamo que debía, pero no pensé que fuera tan grave. ¿En verdad vas a defenderlo?
–No soy una mierda, Anais. Pobre cabrón, aparte me acabas de contar que está infestado de cáncer. Voy a ver qué puedo hacer. Tú vete a tu casa, reina. ¿Estás en condiciones para manejar o que te lleven?
–No, sí puedo manejar.
–Mmmmta, a ver a qué hora salgo de ahí. ¿Llego a tu casa?
–Sí, claro. Te espero. Prometo ya no traer este estúpido pantalón.
Manuel le dio un último beso apresurado.
Anais se quedó recogiendo su abrigo mientras la mirada de los acompañantes de don Fernando se clavaban en su blusa sin botones.