Figuras oscuras, caras y lenguas geográficas.
Sombras que hacen sobrecogedora a la luz… como es la propia vida: un contraste.
Todo lo que se teme es en realidad lo que te confronta. Nos muestra las posibilidades de fugarnos y ser otros.
Sus cuadros están alejados de lo cosmético y de lo estéticamente normado con los parámetros occidentales de lo “bello”, o más bien lo funcional o accesorio.
La obra de Gerardo Coyac se oxigena del instinto, de la raya callejera, el mural con aerosol que nada y todo tiene que ver con sus ancestrales abuelos: los frescos.
El artista nace y con el tiempo se rehace, se define.
Y el espectador se vuelve solo cómplice absorto y silencioso.
No se acuerda muy bien en qué momento germinó su curiosidad por el dibujo.
Si el juego es de las pocas actividades humanas que se satisfacen a sí mismas, Gerardo comenzó a pintar desde el juego. Copiando las cosas que le hacían bien a sus sentidos.
Existen profesiones y oficios que se heredan, no así las pasiones.
Éstas son una pulsión personal.
En la casa familiar se hablaba de comercio de productos y mercancías, no de la belleza o el tremor que provoca un cuadro de Goya, Rembrandt o Francis Bacon, que son tres de los grandes maestros a los que recuerdan las formas y las emociones en su obra.
Gerardo empezó a dejar correr el lápiz por travesura, como un mecanismo para no dejar ir ileso al tiempo que se va.
Sus trazos han pasado de la espontaneidad del Grafiti a la severidad y la disciplina del caballete.
Y son desconcertantes, brutales.
Cuentan historias, esconden secretos.