Capítulo 24
Las mil y una noches
Pedro esperó una semana para contraatacar. El último mensaje que le contestó Anais había sido en medio del funeral. Pésimo timming, pensó, pero lo importante era que ella aún tenía disposición, por lo menos para insultarlo.
Le marcó directamente, sin pedir permiso; una práctica absurda que adoptó la humanidad con el desarrollo de los celulares y la mensajería instantánea.
Si hay algo que Pedro detestaba era esa frase de “te escribo para confirmar”. Lo había platicado con Anais muchas veces, sin embargo, para el momento en el que la conoció e inició el romance, ella tenía que ser discreta y él no podía saltarse ciertos códigos de prudencia. Por eso sus encuentros se fraguaban por textos de Telegram, pues en esa aplicación existe un modo efímero, es decir, escribes los mensajes y al momento de ser leídos se destruyen.
Los adúlteros son los principales usuarios de Telegram. Por ahí se mandan fotos que duran un parpadeo y mensajes incriminatorios imposibles de rastrear. Por eso cada vez que Anais descubría a una de sus amigas usando Telegram en modo efímero, confirmaba que cerca de ella había otra golfa que se negaba a salir del closet.
Anais había retomado sus idas al gimnasio ya sin hacer la escala técnica en casa de Pedro. Esa mañana estaba saliendo del yoga, cuando el teléfono sonó y vio quién era. Dudó un segundo si contestar o no, pero al final no se resistió al asedio. Traía algo en mente… algo inconfesable.
–¿Qué pasó?
–Hola. ¿Cómo vas? Me tienes un poco preocupado, espero que la cosa esté mejorando. Leí tu último mensaje, me pareció un poco cruel, sin embargo, asumo mi parte y nuevamente te ofrezco una disculpa. Necesitamos vernos.
–Veámonos. Estoy de acuerdo.
–Te extraño.
–Yo no sé si te extraño, lo que sí es que quedaron muchas dudas que me gustaría resolver.
–¿Cuándo?
–Hoy mismo. Tengo la semana llena, así que si quieres que sea al rato. Llegó a tu casa para comer.
–Uy, bueno. Voy a cancelar mis consultas de la tarde. Te veo a las tres.
–Listo. Ten un buen día.
Salió del gimnasio sin bañarse; si antes evitaba a toda costa entrar a los vestidores porque le daba asco, ahora con mayor razón salía huyendo de aquel lugar en donde a cada paso se encontraba con alguien se acercaba con dobles intenciones.
Antes de subirse a su carro tuvo la mala suerte de que al lado se estaba acabando de estacionar Sofia Velardi, la eterna enamorada de su difundo Fernando.
–Anais, Anais. Ya no te vi después del velorio. ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo?
–Hola. Estoy muy bien, tranquila. Más bien cuéntame tú cómo estás.
–Ah, eh, bien. Digo, si ha sido un golpe duro que Fer ya no esté entre nosotros, pero…
–Entre nosotras, dirás. Mira Sofía, con todo lo que ha pasado creo que ya no necesitamos todo este despliegue de hipocresía. Lamento más que nadie que Fernando haya muerto de esa manera, sin embargo, no vengas acá a plantarte como la más solidaria en busca de información. Sé que doña Lupe te adora y que eras la candidata para que hicieras feliz a su hijo, pero me les crucé en el camino y ni modo, créeme que con el tiempo también lo lamenté; ahora bien, no creas que ignoraba tu relación con Fernando desde hace años. Sabía perfectamente que te le ibas a meter al despacho y te metía unas cogidas de miedo ahí, y sabes qué, deseo de todo corazón que superes su pérdida. No me veas así, no te estoy reclamando. Tú más que nadie sabes que yo andaba también con otros hombres, si no me equivoco, eras tú la encargada de irle a contar todo eso a tu suegra legítima, doña Lupe. Y también sé que ella propiciaba tus encuentros con Fer.
–Oye, estás equivocada. Todo eso es falso.
–¡No te estoy reclamando haberte comido a mi marido! Es más, qué bueno que tenía un desfogue contigo porque yo francamente ya no quería que se me acercara. En fin, sólo evítate tu discurso falso. Y yo si fuera tú no seguiría tan cerca de doña Lupe porque no tarda en darte una patada en el trasero. Ya no le sirves, salvo que te quiera enjaretar al inútil de su otro hijo, pero ahí sí aguas; Normita, su esposa, sí anda tras él.
–Estás mal, quedaste mal de la cabeza.
–Dame chance, ¿no? Tengo prisa. Ve a contarle a medio mundo allí dentro cómo te traté. Llora con tus amiguitas del teresiano y sigue viviendo a través de mi y de mis puterías, anda.
Sofía se quedó para ahí, sin habla, mientras Anais se echaba de reversa.
A las tres de la tarde Pedro ya estaba en su departamento. Se le hizo poco delicado poner una mesa y vino. La comida no era una cita romántica como las que tenían antes del asesinato de Fernando, así que no dispuso nada que pareciera el preámbulo de un acostón.
Anais llegó a las 3:15. Subió por el elevador y tocó la puerta.
–Pasa, por favor. Siéntate, ¿quieres tomar algo o tienes hambre? No he pedido nada en espera a que me dijeras qué se te antoja.
–Gracias, dame un mezcal. Con eso tengo ahorita. Voy a fumar, espero que no me hagas caras y abras la ventana.
–Sí, fuma. No tengo problemas.
–Mira, Pedro, seré breve. Ya te dije lo que pienso en ese último mensaje. Me decepcionó el hecho de que no confiarás en mí para contarme tus jueguitos.
–Fui un pendejo, tienes razón. Esa mañana fue la culminación de una farra infame. No te puedo decir que es la primera vez. Cuando me periqueo y bebo de más siento unas ganas irrefrenables de tirarme a un hombre. No me puedo asumir como gay porque me encantan las mujeres, tú me encantas, y lo sabes, pero hay momentos en los que no puedo parar. Este chavo es solo uno más. No creas que es mi amante constante.
–¿Crees que me espanta eso? ¿Pensaste que al enterarme me iba a persignar y a huir? Qué poco me conoces. Mira, Pedro: así como bien me dijiste en tu primer mensaje, ojetísimo por cierto, que los dos sabíamos que esto tenía caducidad; luego lo repensé y tienes razón. De una u otra manera nos hemos estado utilizando, y no pasa nada. Lo que sí es que te me caíste del altar por puto, no por puto homosexual sino por pocos huevos. Resultaste igual que todos tus amigotes apoblanados que se cogen a sus compadritos y llegan a su casa a besar a su mujer y a ir a misa los domingos, qué hueva.
–Claro que no. Fue una estupidez, estaba demasiado drogado ese día y me envalentoné. Aparte yo no engaño a nadie; no tengo ni esposa ni hijos. Mis desmadres no afectan a terceros.
–Pero quisiste ponerme a prueba haciendo que yo viera tu escenita. Y te tengo noticias: ni me asqueó, ni me asusté. Sírveme otro mezcal, por favor.
–Bueno, entonces qué procede. Perdón por todo, la cagué.
–Lo que procede es que te vas a ir a la cama y me vas a meter la verga como siempre. Eso procede.
Pedro le alcanzó el mezcal y ella se lo tomó de un trago. Se levantó del sillón y se le trepó en ancas. Pedro la agarró de las nalgas y la manoseó toda mientras caminaba a la cama con ella encima.
La aventó sobre las sábanas y le arrancó a rasguñones las medias mientras le besaba el abdomen y ella le jalaba el pelo.
Anais se quitó la camisa como pudo y lo jaló para instalarlo en la almohada. Luego ella le desató el cinturón y le sacó los pantalones con urgencia. Pedro estaba increíblemente erecto, y ella se empezó a castigar enterrándose esa daga poderosa.
–¡A ver, perro, dime, dime! ¿quién se coge a quién? Cuéntame si eres tú el que se le empina al chavo ese o es a él al que le soplas la nuca.
Anais siempre fue muy buena con la narrativa durante el sexo. Se convertía en una Scherezada guarra capaz de explorar todas las fantasías de su amante. Pedro se calentó aun más, pero era incapaz de seguir con la fantasía oral porque le daba miedo dar un gatillazo y perder el ritmo. Dejó que Anais hiciera lo suyo…
–Dime, perro. Cuéntame cómo se la metes. Cómo te traes al residente a la cama. Cómo lo ves en el consultorio. ¿Le miras la reata todo el día? Se calientan juntos mientras llega una paciente. ¿Nos ha visto coger en la camilla? Lo pones ahí de voyer para que vea lo que después se va a comer… dimeeee.
Pedro gemía y sólo contestaba que sí, que sí a todo, aunque no fuera cierto.
Anais iba de las oscilaciones bruscas a un ritmo suave y armónico.
–A ver, puto de mierda, lo que procede es lo siguiente: la próxima vez que venga a esta casa vas a traer a tu amantito y sabes qué vas a hacer, te lo vas a coger enfrente de mí. Eso vas a hacer. Quiero que te la chupe, quiero ver cómo te deshaces con una mamada. Quiero que te emputezcas con él. ¡Quiero que llores, perro! Que llores mientras me ves ahí sentada. Eso quiero, sí. Eso es lo que quiero de ti.
Se vinieron juntos. Pedro se retorcía en espasmos violentos y Anais simplemente dejó que su peso cediera sobre el cuerpo de él.
Pasaron unos minutos antes de que pudieran reponerse. Anais se quedó mirando hacia la ventana. Pedro le decía que la amaba, que era una mujer de otro mundo; su cómplice, su igual. Sin embargo, Anais no se sentía en el mismo paroxismo y cuando recobró el aliento se levantó para encender otro cigarro más mientras se acomodaba la blusa.
–Guau, guau, ¿qué carajos hiciste? Eres una perversa, perra. ¿De dónde sacas tanto cochambre?
–Me imaginé que te iba a gustar. Nunca te vi más apasionado, más cachondo. ¿Lograste ver la escena, ¿verdad?
–Ufff, que si la vi. Y me encantó.
–Ya sé.
–¡Hay que hacerlo! ¿Cuándo? Dime, y lo armo.
–Mmmm. No sé. No me creo capaz de llevarlo a la realidad. Me gusta hacerte imaginar cosas, sin embargo, hay puertas que más nos vale no abrirlas porque una vez abiertas no hay vuelta atrás.
–No, no. Si lo puedes decir con ese desparpajo es porque lo puedes y lo quieres hacer. Aparte no te hagas, no fue solo para ponerme caliente a mí, tú estabas como poseída.
–Exacto. Es eso: es una posesión. No es real, Pedro. ¿Te gustó? Puedo seguir endulzándote el oído las veces que quieras, pero no lo voy a llevar al terreno de lo real. Es too much. Debo parar.
–¿Nunca lo has hecho? ¿un trío?
–Sí, pero dos mujeres un hombre. Dos hombres es demasiado invasivo, aparte creo que dos hombres acaban siendo brutales entre ellos y te dejan fuera. Olvídalo.
–Como quieras, pero poooor favor, que se repita esto.
–Se dio, Pedro. Llevaba dos semanas en la seca y por eso me puse así. Ya me voy.
–Hey, espérate. Comamos algo, pidamos de comer y quédate acá toda la tarde.
–No, cabrón. Me quiero ir. Dame chance, sí. Te busco luego. Recuerda: esto tiene fecha de caducidad, y tal vez está muy próxima.
Anais dejó a Pedro tumbado en su arrobo y se fue.
Llegando al estacionamiento de su edificio, se encontró a Narda.
–¿Qué te pasó? Traes una carita…
–Nada, Nardita. Vengo de estar con Pedro.
–Yyyy, ay qué bueno. Ya te hacía falta una buena dosis de acción después de tanto estrés. Vente a tomar un vinito.
–Ahorita sí te fallo, vecinita. Créeme que vengo molida. Te busco mañana.
Entró a su departamento y se fue directo a bañar. Mientras caían las gotas de agua por su cuerpo, se puso a respirar hondo. La experiencia con Pedro le dejó más dudas que respuestas. No porque se arrepintiera de su narración, sino porque tuvo que inventarse todo eso para poder llega al orgasmo.
Pedro había dejado de emocionarle y por eso echó mano de la fantasía perversa, y no por que la pasión hubiera caducado, sino porque desde que se vistió esa tarde de vampiresa para asaltar al médico, lo hizo pensando en otro personaje que, de la nada, había empezado a ocupar sus pensamientos: Manuel Senderos.