La semana emerge taciturna.
Lunes
Continúan las cajas apiladas en la villa de Ella. Mudas, a la espera del cambio. Ella finge que nos las ve, pero insolentes la embisten por todos lados. A cada momento. A cada instante se asoman. ¿El nuevo hogar?, la casa del árbol. Desde ahí otra será la vida y otra también la construcción de la mirada. La casa del árbol está rodeada de verdes y azules. La naturaleza que la circunda invita al sosiego y esto es ya un deleitable inicio. Pero el cambio implica invariablemente un incendio. ¿Qué más que eso?
Martes
Ella visita a su amiga “Betty Blue” con quien perdiera contacto hace ya mucho tiempo. Casi trece años. Toda una vida de ostracismo, de haberse desconectado de tantos y de tantas. Quizás hasta de ella – si de Ella – misma. Tan extraviada se asume de su ser que hace esfuerzos inmensos, pero vanos por encontrarse. Y es que a veces la vida dicta y Ella sólo asiente.
Miércoles
Ofelia, la perra labrador que Ella y los críos adoran, está enferma. El veterinario diagnostica sin titubear: otitis y pie de atleta. De ahí que perseguir la pelota de tenis sea ya una práctica casi en desuso.
Jueves
Ella, junto con aquel fiel amigo que recientemente se ha autodenominado “estrógeno-dependiente”, disfruta del “brunch” en La Garita. Su dosis de cosmopolitismo ha sido severamente descuidado y decide que es hora de empezar a remediar esta situación. A su vez, él narra detallada y pausadamente que Miss Junio, es decir, su novia en turno, se comporta demasiado seria, solemne y, podría decirse, hasta protocolariamente. Entonces él le replica con insistencia:
–Vamos por favor ríete, aunque sea un poco, ¿por qué no sonríes?
–Porque no me enseñaron a sonreír –espeta Miss Junio lacónica.
A raíz de esto, Ella reflexiona la respuesta. La risa es materia de salvación y recuerda el final de ese correo que recibiera hace algunos días de su amigo Charles E:
“Diablos, Ella, diablos. ¿Y el lado lúdico de la vida?, ¿No podríamos hacerle un huequito a esa capacidad para reírnos de nosotros mismos? Te quiero enormemente, por eso te planteo la pregunta. Charles E.”
Viernes
Cada vez que el Kilimanjaro anuncia su llegada Ella se llena de zozobra ante el encuentro, entre otras cosas, porque la mayoría de las veces, ese encuentro no se realiza, simplemente no se da, se aborta por angas o por mangas, pero se aborta, o algo que parece que viene de afuera lo aborta. Incluso Ella ha considerado seriamente que esta historia con el Kili tiene, desde hace unos meses, el leit-motiv de los desencuentros, es un mapa ya trazado. Como que el “plot” en cada episodio del melodrama está fatalmente enlazado con la imposibilidad de consumar el siempre anhelado encuentro. Esta temporada bien podría titularse, al menos en la versión borrador, “El destino y sus jugarretas”.
Y así Kili invita a Ella a Morelia para dar una conferencia. Por desgracia, a ella resulta imposible aceptar la propuesta. El trajín a que ha estado sometida su vida últimamente impide permitirse esa clase de licencias o respiros. Por esto y por lo otro Ella no acepta. Sobre todo, por lo otro, pero eso nadie lo sabe y Ella prefiere que así permanezca, desconocido para el resto del mundo, al menos por ahora. Él sugiere entonces que viajará a Morelia y regresará ese mismo día para verla. Es decir, de las doce horas que tiene la jornada, él decide pasar diez en carretera. Esto para Ella representa un auténtico acto de amor, que como tal, resulta inefable. La promesa es que llegará a más tardar a las 10:15 de esa noche a la estación.
Ya bien instalados en sus puestos de acecho y vigilancia extrema, Ella, junto con uno de sus aliados y asesores de logística existencial cotidiana, esperan casi impacientes al visitante. Al cruzar el reloj la media después de las once, la no presencia tan esperada del Kilimanjaro hace emerger un conjunto de suposiciones que, bien vistas, constituyen todo un marco de hipótesis plausibles que podrían explicar tan inverídica situación:
–¿Seguro habrá tomado el camión de las 8:30pm? –pregunta uno de los dos.
–Eso dijo.
–Pero ya nos asomamos, preguntamos y lo que sí sabemos es que él no abordó el autobús de las 8:30.
–Pero, a menos que… ¿Por cuál línea viajaba?
–No lo sé. Sólo dijo que tenía boleto para las 8:30 y “te veo ahí” –responde Ella.
–¿Ahí adónde? ¿Estará viajando hacia esta estación?
–No lo sé, sospecho, pero como estamos condenados al desencuentro mejor ya vámonos.
–Seguramente fue al baño y perdió el camión, esperemos a ver si se baja del próximo.
Pero de ese próximo tampoco se baja. Ella ahora si que ya no entiende nada. Es el total anacoluto. La no razón. Ella comienza a enverdecerse acaso por efecto de una mezcla aparentemente letal de ira, desconcierto y angustia. Esos parecen ser los ingredientes de este coctel de inasibilidad.
–Ya no más espera. Vámonos –resuelve Ella ofuscadísima.
Pero el asesor, en cuyos defectos no se enlista la impaciencia, la convence de permanecer otro rato más. Sabe que sólo deben estar ahí acaso 10 ó 15 minutos más pues es habitual enterarse que la persona a quien se está aguardando llega en el lapso de 10 ó 15 minutos después de haber decidido dejar de esperarla. Por esta razón, con esa parsimonia tan suya, comenta:
–Mira, sólo voy a comprar agua a la tienda y ya nos vamos. Al quince para las doce llega el viajero. En su rostro se mira el agotamiento de 10 horas de carretera y trasbordos. Ella sólo lo abraza, le agradece y agradece:
–Sí llegaste, sí llegaste – y lo toca. Incrédula.
Parten a la villa. Ahí los espera la fauna de siempre.
La “caracolita” que se ha quedado de niñera durmiendo a los críos y aquel amigo soltero empedernido que para esa hora ha ya hecho desparecer el contenido de una botella de vino tinto. Se desencadena entonces un leve copeo. Cuatro de los cinco integrantes de la mesa se caracterizan por querer siempre monopolizar el micrófono. Y levantan el tono, se interrumpen, se disputan y arrebatan la palabra. Nadie cede. Son exageradamente protagónicos. Sus egos florecen y se mecen flatulentos en el ambiente hasta que la cordura regrese, hasta que la sensatez vuelva por sus fueros y se instale en alguno de lo tertuliantes. Llega el breve silencio y todos escuchan.
De su más reciente disco “Flickering Flame”, Roger Waters entona Too much rope:
When the sleigh is heavy
And the timber wolves are getting bold
You look at your companions
And test the water of their friendship
With your toe
El Kili irrumpe tan sagrado lapso:
–Hay certezas en la vida que llegan y no se van. A un hombre le gusta una mujer y quiere penetrarla. El deseo masculino es poseer. El deseo no es elección, es erección. Veo a una mujer y me erecto.
–¿El deseo es selectivo? –pregunta Ella.
–El deseo es aleatorio. Cuando al hombre le gusta mucho una mujer se marea. Y se desata entonces toda una algarabía en torno al tema. La “caracolita” con esa risa en tono de do mayor pregunta al Kili:
–¿Por qué dijiste eso?
Y el Kili hace una atinadísima reflexión en torno a la “caracolita paseante”:
– Hay algo que me parece fascinante de esta mujer, su ingenuidad me es gloriosa. La soberbia nos impide preguntar y ella siempre pregunta. Es una ingenuidad propositiva.
Todos la miran eternamente hasta las 5:30 de la mañana.
Sábado de la confesión
El Kili le dice a Ella, tras unas deliciosas horas de amor corpóreo:
–No tengas expectativas conmigo. No puedo permitir que alguien tenga o deje crecer expectativas con respecto a una relación conmigo. No sería justo, simplemente no es lo que quiero. Pronto habrás de saber el por qué.
La sinceridad de sus palabras y la gravedad del tono impactan de tal modo a Ella que se siente abatida. Sólo que este abatimiento parece demasiado pesado, demasiado definitivo. Ella ve que el autobús se aleja y una idea le acompaña desde entonces. El eco resuena en todo su ser: la lucha debe seguir.
Domingo
El color del sol es diferente. –Es el sol de domingo– piensa Ella. En uno de los sofás de la sala descubre de pronto dos obsequios que le ha dejado el Kili. El libro “Jim Morrison, una oración americana, edición bilingüe” y el disco “American Prayer” y lee: –El futuro es incierto y el final siempre tan cerca–.
…No es el verdugo de quién te enamoras en el síndrome de Estocolmo. El verdugo es un compañero fiel que sólo ejecuta las órdenes del inquisidor. El inquisidor es el autor intelectual, el que te mata lenta y gozosamente. Te enamoras de tu inquisidor porque te regala migajas de vida, instantes. El inquisidor es el crucifixor. Él diseña con deleite cada unos de los mapas mentales de la víctima. Cada uno de los surcos que permiten las conexiones en su mente. La víctima deviene entonces en obsecuente. Y ahí permaneces. Agradecida por la desvida. Hermana del silencio.