I. Baudelaire: una nueva mirada
Pocos años antes de la publicación de su libro de poemas Las flores del mal, en 1857, Baudelaire se había convertido ya en el crítico de arte de los artistas emergentes: los rechazados de las galerías, las que se preocupaban por vender lo que satisfacía el gusto de los compradores y no de la belleza estética o la creación artística. Así, en el salón de los rechazados y luego de los independientes, se fueron acumulando los artistas que luego serían los grandes pintores de la segunda mitad del siglo XIX.
II. La generación de la ruptura
En nuestro país, la generación así llamada, entre cuyos principales exponentes tenemos a Fernando García Ponce, a Manuel Felguérez, a Vicente Rojo y a Roger von Gunten -que tuvieron, por supuesto, el antecedente de los maestros Pedro Coronel y Rufino Tamayo- rompió con la Escuela Mexicana de Pintura y con la retórica nacionalista aplicada al arte. El novelista y crítico literario y de arte Juan García Ponce, en sus libros Nueve pintores mexicanos y La aparición de lo invisible, hizo lo mismo que Baudelaire: no sólo comprender el lenguaje y la propuesta estética de estos artistas emergentes sino, con sus ensayos sobre ellos crear un nuevo público, una nueva audiencia: enseñar a ver el arte contemporáneo.
III. Juego y representación
A partir de la segunda mitad del siglo XIX se fueron sucediendo movimientos cada vez más audaces: el impresionismo, el surrealismo, el cubismo, el expresionismo, el “ready made” de Duchamp, el “action-painting” de Pollock… Anna María Guasch, en su libro El arte último del siglo XX: del posminimalismo a lo multicultural, enuncia al neoexpresionismo, el arte neoconceptual, los simulacionistas neoabstractos y un larguísimo etcétera. Hemos llevado al límite el juego y la representación. Muchas veces genial, pero a veces no ha salido bien.
IV. Vargas Llosa y el arte
En un brillante ensayo, el autor de La ciudad y los perros menciona que fue a una galería neoyorquina donde, en una casa, había, en cada cuarto, un poco de mierda sobre la madera o la loseta. Eso era todo. Esa era la “propuesta” estética. Y se preguntaba: ¿en qué momento nos perdimos? Quizá la respuesta a su pregunta sea: cuando perdimos el sentido común y nos dejamos seducir por los conceptos, dejando de un lado a la pintura.
V. Guillermo Arreola
Hace unos días estaba en la casa Lamm, platicando con mi buen amigo, el compositor y director Sergio Cárdenas, Premio Nacional de Arte. Entramos a un salón donde iba a tener lugar la presentación del poemario de Elvia de Angelis -espléndido, por cierto-. Los cuadros allí expuestos -no mencionaré al autor- nos parecieron pálidas copias de Basquiat, sin su fuerza expresiva. Después, entramos a la exposición de Guillermo Arreola. Todo lo contrario: el maestro Cárdenas quedó fascinado. Un pintor de a de veras.
Al ver los cuadros de Arreola, percibo varias cosas: su fuerza, su belleza -sutil y al mismo tiempo contundente-, la factura que se aprecia en cada pincelada. Observo también su búsqueda por someterse a la voluntad de la forma. Los grandes pintores obedecen a esa voluntad de la forma, que se impone en el iienzo. Aprecio también su búsqueda personal. La pintura como exploración de lo oculto en el alma del artista. Queda claro que para él el acto de pintar debe ser una tortura gozosa: casi se sienten las contracciones dolorosas del parto.
Cuando voy a Zona Maco, me encuentro con tres tipos de obras: las que me parecen juegos sin alma y sin técnica; las que son piezas cuya factura técnica admiro y, por último, con unos cuantos cuadros y esculturas donde se aprecia el difícil parto del artista, que con su obra quiere compartir con nosotros su lamento o su epifanía, el cómo se desgarra las entrañas para realizar un verdadero acto de creación.
En la exposición Provincia Purgatorio que está en la Casa Lamm, en la ciudad de México, Guillermo Arreola nos muestra sus entrañas, su maestría en el oficio, su originalidad desgarradora. No salimos indemnes, porque el arte, cuando es verdadero, nos con-mueve, nos transforma. No se la pierdan.