El meollo de la conciencia radica en su imperativo espacial, que correspondería al mundo, y a un ojo, el del sujeto que mira. Así, podríamos interesarnos por el sentido de la vista en Subida al Monte Ventoso, de Francesco Petrarca; enfocarnos en el sentido del oído en La vida de Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais; y privilegiar el sentido del gusto en los Ensayos de Michel de Montaigne.
La excursión de Petrarca durante el 26 de abril de 1336 a la cima del monte Ventoso, localizado en Provenza, es un inmejorable pretexto para respirar, para escuchar, sí, pero sobre todo para contemplar. Petrarca poseía una comarca en la Vaucluse, cerca del “gigante provenzal” que se levanta casi dos mil metros sobre el nivel del mar. Un día, junto con su hermano y varios sirvientes, decide conquistar la cima. Luego escribe una carta a un amigo. ¿En realidad hizo el recorrido o solo se trató de un viaje mental, pretexto para hacer ficción sobre algo visto a la distancia, nutriendo su escritura a partir de lo que ha escuchado y leído, mas no experimentado? Como fuere, Petrarca nos regala una elaborada misiva, llena de coincidencias, símbolos y alusiones a la cultura clásica, de ascensos y descensos, cuyo contenido desemboca en una poderosa, contundente reflexión alrededor de la vista, no importa si es una sombra evocadora o un hecho fehaciente. El ojo de Petrarca captura la esencia del ascenso. Es cierto que el esfuerzo físico de escalar es considerable, hay peligros que sortear. Incluso, al llegar allá arriba el oxígeno será ralo, dificultando la respiración. Sin embargo, observar el paisaje desde ese punto hará que todo valga la pena, incluso perder la vida en el trayecto.
Por su parte, François Rabelais trastoca el espacio al contarnos las aventuras de un gigante, enfatizando en lo que ha de escucharse. Callar y oír, parece decir el autor en sus sátiras rayanas en lo absurdo, escritas a lo largo de veinte años, entre 1532 y 1552. Se ha elogiado la expresividad de su vocabulario, la inclusión lúdica del occitano (lengua viva aún en esa región del sureste de Francia) y, sobre todo, su empecinada actitud burlona con respecto a todo y a todos. De acuerdo con Alicia Yllera (U. Complutense de Madrid), aunque se ha insistido mucho en su pensamiento religioso, en su ideal educativo y en sus ideas políticas, un principio cómico preside su obra.
Los restantes elementos que la componen se subordinan a sus deseos de hacer una obra divertida, confeccionada para escuchar. Rabelais, que consideraba como sus peores enemigos a los agelastes, es decir, a los que no ríen, y que declaró que “lo propio del hombre es reír”, creía en el valor terapéutico de la carcajada, como era frecuente durante el Renacimiento. Al igual que Erasmo, en el Elogio de la locura, si bien con menor intención didáctica que el pensador de Rotterdam, al que Rabelais tanto admiraba, la verdad se presenta bajo el ropaje de la locura o de la risa. Por otra parte, su obra refleja no ya un mundo cerrado y más o menos homogéneo, como lo era el ámbito cristiano medieval, sino un mundo problemático, abierto a la contradicción y la paradoja.
Michel de Montaigne vivió en un periodo turbulento de Francia, ocasionado por sucesos bélicos desde 1562 y hasta 1598, época terrible de sangrientas guerras de religión en Francia, en las que se enfrentaban con fanatismo católicos y hugonotes. Era casi imposible no tomar partido. Había que decidirse entre “formar parte del coro vocinglero de los posesos y los asesinos” o edificar un espacio propio en el tiempo canalla. A los 38 años de edad, el paladín de la templanza y la mediación se retiró a una torre de su castillo con objeto de aislarse tanto del espacio exterior como de las exigencias familiares y los negocios.
Así, prefirió escribir sobre él mismo, si bien tuvo una vida pública activa en el parlamento de la ciudad de Burdeos, entre otros cargos. El optimismo renacentista había sido arrasado por la reforma calvinista, las persecuciones y las venganzas. Desde esa perspectiva, Michel de Montaigne elucubró una larga serie de ensayos, mediante los cuales orientó sus sentidos, en particular el del gusto, a fin de “degustar” las cosas nimias del mundo, así como a explorar las profundidades del teatro de la mente, donde la posibilidad de encontrar una verdad duradera es una ilusión. Lo hizo como si se tratara de fértiles campos de uva bañados de franca luz, donde habrá de producirse buen vino, como aún hoy sigue obteniéndose en las regiones de Bergerac y Saint Emilion.