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viernes, noviembre 22, 2024

Sigilo 40

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Capítulo 40

La punta de la madeja

 

Me dijeron que había estado inconsciente ocho horas y mi marido solo dos. Que en medio del escándalo de vidrios y estallidos dentro del restaurante, Antonio había logrado marcar el número de Maribel en busca de auxilio para la niña. La enfermera había recibido a la beba de manos de un paramédico del servicio de ambulancias que nos trasladó al hospital. La chiquita estaba intacta, ni un rasguño. Ni siquiera parecía espantada. El cuerpo de su padre la cubrió mientras los vidrios saltaban en ráfagas sobre nosotros. En las noticias dijeron que fue un ajuste de cuentas entre grupos delictivos. Yo no lo creo. Mientras permanecía inconsciente, las voces me susurraron algo muy diferente: alguien quiso matar a Antonio con todo y su familia, o sea, nosotras dos. ¿O no? ¿Sabrían que su esposa y su hija de 9 meses estarían en ese restaurante a esa hora con él? Ambas posibilidades eran malas. Si lo sabían, ¿qué nivel de odio los habría llevado a realizar ese horrendo ataque? Y si no se imaginaron el cuadro familiar, ¿a quién pensaban cargarse junto con Antonio? ¿A alguno de sus socios de negocios? ¿A alguna de sus antiguas amantes? ¿A su mamá?

Las preguntas atosigaban mi pobre cabeza llena de pequeños cortes de vidrio. Justo entonces las voces callaron y no me dieron ni un norte para saber hacia dónde dirigir mi enojo. Cuando por fin salí de la inconsciencia me dijeron que me tuvieron que sedar porque estaba totalmente histérica. No solo me sedaron: me pusieron en coma de nuevo. Mientras recuperaba los trozos de esas horas pasadas en blanco, fui recordando los momentos del ataque.

Recordaba con claridad la entrada del hombre alto, con cara de niño, que volteó a todas partes como buscando a alguien. Al verme se deslizó en tal silencio que incluso podía evocar su respiración agitada, densa. Y el disparo del arma. La luz extraordinariamente brillante cubriéndonos como un capelo iridiscente. El estallido del ventanal del restaurante, los gritos, los parroquianos empujándose en su carrera a la salida. Mala suerte. El asaltante se levantó enceguecido por la luz, tomó su arma y disparó contra todos los que salían en estampida por la sola puerta del lugar. Después se levantó y fue buscando a los que se habían escondido bajo las mesas, los baños, la cocina. Todo fue tan rápido que en un parpadeo apareció la policía, la guardia nacional, los bomberos, la cruz roja, un par de ambulancias privadas y hasta un sacerdote atraído por el tema de la luz salvadora.

En total habían muerto siete personas y hubo otras 14 heridas, algunas de gravedad. Las muertas habían quedado esparcidas en los cuatro puntos cardinales. Me pregunté (le pregunté a mis voces también) si esa disposición de los cuerpos, el número de mujeres víctimas de las balas asesinas y el hecho de que el asaltante desapareció sin dejar más huella que la saña con la cual masacró a tantas personas, no sería una señal del tipo de peligro al que nos habíamos abismado con el Sigilo.

Días después, para consolarme de un ataque de llanto, Antonio me aseguró, jurando por todas sus ancestras, que él no había tenido nada que ver, que el tipo ese era un suicida en busca de una bala para morirse incendiado por su propio odio.

—Dejaré los negocios, mi vida. —El tono suave y firme de su voz me tranquilizó.—No puedo dejar que vivas así, sumida en un horror que puede saltar en cualquier momento.

—Pero entonces, ¿era para ti ese homenaje de balas o no?

—¡Ah, que la canción! Te digo que no. Al menos no por mis negocios.

Al decir eso, Antonio miró con preocupación a la bebé.

—Toño, dime la verdad. ¿Alguien quiere ver muerta a nuestra hija?

—¡Cómo crees! ¿De dónde sacas esa idea tan macabra? —El ceño fruncido de mi marido acusaba genuina preocupación por mi salud mental.

—Solo pienso que nunca debí aceptar entrar a la cámara de la muerte con Julieta.

Al oír el nombre de mi amiga secuestrada en boca de mi amado se me congeló la sonrisa.

—¿Qué cosa? ¿Eso qué es? Antonio, me vas volver más loca de lo que ya me siento…

—Mi cielo, te platicaré sobre ese asunto en otro momento. Ahora quiero que me des un beso largo, largo…

Antonio me abrazó por la cintura y ambos caímos en la cama deshecha de su cuarto. La niña jugaba con Maribel en la habitación que había sido mi estudio y a la cual no pensaba regresar. Las manos grandes de mi marido me levantaron de improviso el camisón, que me salió volando por la cabeza. Mi cabello cayó sobre la almohada, libre, listo para aprisionar entre sus rizos el rostro del rubio cuya boca resbaló hacia mi cuello, los senos hinchados y cruzados por venas azuláceas. Su paciente recorrido recaló en mi pubis y su lengua jugueteó con los labios humedecidos y el clítoris con una maestría nunca imaginada por mi cuerpo abandonado por tantos años de un matrimonio yermo. A mi grito, Antonio me montó con destreza y cabalgó entre mis piernas, lejos del miedo, atravesando llanuras donde caballos salvajes corren sin atender al rugido del viento y la tormenta. Nunca en la vida había sentido cómo mi piel se volvía incendio, trueno, borrasca que serpenteaba entre mis venas y me dejaba descender al oscuro páramo donde nada existía, solo el agua primordial, el instante de la concepción, de la serenidad y el olvido.

Al volver en mí, vi el rostro enrojecido y sudoroso de Antonio. Me veía con profundo deleite, quizá complacido de haberme dado un placer que lo excedía, lo rebasaba hasta convertirlo en instrumento de mis entrañas. En eso, las voces volvieron al ataque.

—¿No te das cuenta de que te está cogiendo como a todas sus viejas?

Pero miré sus ojos. En el fondo de sus pupilas palpitaba un brillo como de diamante, prístino, como un valle de ámbar en medio de la sombra.

Un toquido en la puerta nos sacó del embelesamiento de ese perfecto instante lunamielero.

—Mijo, Toñito…—Era la tía enteca. Para variar.

—¿Qué pasó, tía? Dígame.

—Pues que llegó la señora Catalina, que está con la señorita Maribel. Me dijeron que cuando ustedes acabaran de resoplar viniera a avisarles.

Los dos nos reímos con ganas y salimos a encontrarnos con una Catalina vestida de negro, sin gota de maquillaje, con cara de velorio.

—¡Cata, qué gusto! —exclamé sinceramente emocionada. O todavía en el trance que da el placer original.

—Pues no te dará gusto haberme visto después de saber lo que les vine a decir…

Mi marido y yo nos sentamos en el sillón largo, tomados de la mano. Recordé que aquella señora jamás había visto a Amaris en persona. Esperaba que Maribel no saliera de su cuarto con la niña.

—¿Qué pasa, Cata? —preguntó Antonio, un poco asustado.

—Miren, no quiero hacerles pasar un peor rato del que acaban de vivir. —Hizo una pausa para tomar un trago largo del Torres que le había servido la tía.

—Ya apareció Julieta.

—¿En serio? —dije emocionada.

—¿Su marido pagó al fin el rescate? —Antonio parecía haber entrado al mismo juego.

—Sí, fíjate. Pero algo muy malo le pasó. Está como ida.

—Siempre ha estado así —dije, segura de mis recuerdos.

—No, Valentina. Esto es serio. Tú siempre con tus chistecitos. Nunca te haces responsable de nada.

El tono hostil de su voz me obligó a recomponer mi bata y a sentarme derecha en el sillón.

—No le hables así a mi esposa —levantó Antonio la voz.

—Perdona, Toño, pero es que esta muchacha me saca de quicio siempre que puede.

—Pues ahora estás en su casa, no en tu zoológico, Catalina. Haz favor de respetarla, de respetarnos.

—Okey, no vine a pelear. Necesito que vayas a verla, Toño. Por favor. No habla, está muda. Como muerta en vida.

—¿Dónde está? —quiso saber Antonio antes de comprometerse. Ya lo iba conociendo más.

—En, en…la otra casa…

—¿Tu departamento subterráneo, el que tiene chorro de cuartos? —reí para fastidiarla, aprovechando la presencia de mi protector.

La furia con la que me miró Catalina convirtió sus ojos verdes en una sola línea de amargura reconcentrada.

—Sí, ahí donde entraste la otra noche sin permiso.

Preferí callar. Nos estábamos acercando a un lugar muy peligroso.

—Es más, ¿por qué no van los dos con la bebé, a ver si así reacciona nuestra amiga?

El tonito que usó me sonó a amenaza.

—Mañana iré, Cata. Sin problemas. —Antonio se levantó para servirle de nuevo un chorro del Torres.

—Pero no iré con Valentina ni con la niña. Veré primero qué está pasando. Por cierto, ¿cómo llegó a tu casa? ¿La llevó alguien?

—Te juro que no sé, Toño. Solo entró cuando le abrió la muchacha.

—¿Y no le hicieron nada las tortugas asesinas?

—Me reí en su cara.

—Con su permiso me voy a dormir. Te quedas en mi casa, Cata. Aquí puedes andar por donde quieras y nada ni nadie te gruñirá en la cara. Bueno, a lo mejor solo la tía Estolia.

Salí de la sala como duquesa ofendida. Ellos siguieron platicando y yo me dormí. En mis sueños seguía viendo al joven, casi un adolescente, que miraba a la niña con odio. Porque ahora estaba segura de que mi hija -y quien la quería tener a toda costa- eran la parte central de una siniestra trama, tan bien urdida, que me costaría mucho trabajo encontrar la punta de su madeja.

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