Capítulo 29
Las nieves del Kilimanjaro
Eran ya cerca de las 4 p.m. cuando llegué al clóster de lujosos departamentos en Lomas de
Angelópolis. En esta ocasión argumenté ir de parte de la señora Julieta a checar el servicio
de internet.
–Mire, aquí tengo las llaves. Si quiere acompáñeme –le dije al portero.
El empleado, sin duda de nuevo ingreso, me dejó pasar sin objetar nada. Subí al penthouse y me encontré con que el lugar estaba reluciente, como si la señora del aseo lo acabara de limpiar. Cuando entré a la recámara principal no dejó de sorprenderme descubrir, perfectamente empacadas, las cosas que dejé ahí. La ropita sucia de la niña bien lavada y
planchada; la maleta con mis escasas prendas, ordenadas y olorosas a jabón. Rendida por lo precipitado de mi escapada me senté en la sala a ordenar mis pensamientos.
Era claro que la señora Francisca estaba yendo a asear la casa. ¿Estaría en su cuarto? Iba a lanzarme a buscarla cuando reparé en las esculturas de la mesa de centro que tanto me había presumido Julieta hacía tiempo: la pantera y el elefante de cristal con incrustaciones de color púrpura y azul. Con el elefante, en especial, se entretenía mi amiga, levantándolo, pese a su enorme peso, y regresándolo a su lugar una y otra vez. Lo tomé con cuidado y lo observé de cerca. En la base aparecía la información de los materiales con los que estaba elaborado. Fundamentalmente malaquita y otros minerales de más valor. El reporte sobre el material de los colmillos me confirmó lo que algún día me había comentado mi amiga: eran, como otras de las incrustaciones, de tanzanita. Sobre ese mineral los datos eran más extensos y detallaban, además de su característico color azul índigo o púrpura, cómo se había descubierto hacía unos 40 años aproximadamente en el país que le daba su nombre, Tanzania. La piedra era carísima, por lo tanto esa figura debía valer un millón de pesos mínimo, supuse. Por algo el presidente de ese país ordenó construir un muro de 24 kilómetros alrededor del enclave minero de Manyara, porque se considera la única fuente del mundo de tanzanita. Pensé en Hemingway y en Las nieves del Kilimanjaro, ese pequeño relato que cuenta la agonía de un escritor frustrado, con un pie que se le gangrena mientras está de cacería en África, muy cerca de la región de donde provenía el material que ahora sopesaba en mis manos.
Recordé la palabras de Julieta: “Las aristas de tanzanita”. Pero los colmillos permanecían enhiestos en la cara del elefante sin decirme nada. Busqué bordes o líneas caprichosas en ellos, y nada. Volví a dejarla en su lugar y miré con fijeza la pieza. La luz de la tarde entraba a raudales por el vitral de la terraza e iluminaba la gran sala, resbalando por los muebles y concentrándose en los muebles del centro. De pronto mi mirada se detuvo en un detalle de los dientes del paquidermo: la punta era una arista, ¿o no? Todo el colmillo debía serlo. Volví a tomarlo y los acaricié: estaban incrustados en una cabeza que visiblemente era de otro material. Ejercí con cuidado cierta presión para ver si podían desatornillarse, sin resultado alguno. Pero al mover un poco uno de ellos hacia mí se desprendió con relativa facilidad.
En el interior de la oquedad había un objeto de metal. Era una memoria USB, hecha de un material distinto, muy bien insertada en la escultura. Una especie de plástico le daba la apariencia de piedra tallada y cubría una especie de etiqueta. Fui a la cocina y, con el cuchillo más delgado, rompí el plástico para sacar el papel. La etiqueta resultó ser una especie de papiro miniatura. Incluso, un delgadísimo hilo de color rojo lo amarraba. Antes de abrirlo fui al cuarto de la Pancha a ver si seguía en la casa. Quería asegurarme de que nadie me saliera de sorpresa mientras examinaba mi hallazgo. Pero no, en la casa no había nadie. Me senté de nuevo en la sala y abrí el papelito. Eran las instrucciones, en la letra manuscrita de Julieta, para abrir una caja fuerte que simulaba ser un trinchador. Justo el del comedor. No me atreví a abrirla de inmediato. No buscaba yo eso al invadir de nuevo la casa de mi amiga. Aunque quizá ahí estuviese la respuesta a alguna de las muchas interrogantes que recientemente me acosaban.
En ese momento recordé que había dejado el video y la libreta en el panic room, dentro de la pañalera de la bebé. De inmediato me dirigí hacia allá. En efecto, ahí estaba la pañalera con la cinta y el pequeño cuaderno. También permanecía ahí el enorme charco de mi sangre reseca. Con toda seguridad la señora Francisca no pudo entrar ahí cuando hizo la limpieza general de la casa.
Pensé en fregar el lugar. Me acongojaba que mi sangre, de la cual decía tantas rarezas el hematólogo, manchara el piso de esa habitación secreta. Pero antes debía abrir la caja fuerte.