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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 19

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Capítulo 19

 

Los siete ríos de sangre

 

Luego de unos días de limpieza interior, mi mente se aclaró lo suficiente para comprender mi verdadera situación. Debía salir de ese lugar lo antes posible. Con mi hija, por supuesto. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. En el entorno de la vetusta recámara no había calendario, ni radio, ni televisión, mucho menos celular con internet que pudieran servirme de enlace con el mundo.

Una tarde, mi celadora entró con la consabida taza de té y unos bocadillos de jamón. Trató de despertarme pero yo apreté los ojos de manera que pareciera estar en la peor etapa del sueño profundo. El silencio que siguió a su consabida revisión me alarmó. Pestañé un poco para tratar de ver si la tía estaba ya por salir y me sorprendió descubrir que estaba llenando una jeringa. La luz amarillenta que provenía de la ventana iluminó la jeringa llenándose poco a poco de un líquido opaco. No alcancé a ver el frasco; sólo noté la forma curva y ancha de su base. ¿Se habría dado cuenta de mi truco? ¿O ya había recibido la orden de acabar conmigo? La mujer se hallaba de espaldas, concentrada en su tarea. Pensé que si se acercaba a mí con la jeringa en la mano y me agarraba acostada, todo terminaría para mí ahí mismo. Despacio me fui resbalando entre las sábanas. Mi improvisada enfermera se dio la vuelta, dio dos pasos, se acercó a la cama y retiró las sábanas de mi cuerpo listo para saltar. Ni siquiera supo en qué momento la atenacé con toda la fuerza de mi desesperación. La jeringa salió volando. Mi guardiana gritaba improperios y peleaba como pandillero de los arrabales más peligrosos de cualquier ciudad
grande. Sólo le faltó sacar la navaja. De pronto, la letanía de una canción antigua llenó los intersticios de mi cerebro, de mi garganta, mi boca:

Siete son los velos de la bailarina en el harem de la Presencia. Siete los nombres y siete las lámparas colocadas al lado de su cama. Siete eunucos la guardan con espadas filosas. Ningún hombre se posará sobre ella en la noche. En su copa de vino corren siete ríos de la sangre de los siete espíritus de Dios. Siete las cabezas de la Bestia que ella ha montado. La cabeza de un ángel, la cabeza de un santo, la cabeza de un poeta, la cabeza de una mujer adúltera, la cabeza de un hombre valiente; la cabeza de un sátiro y la cabeza de una serpiente-león. Siete letras tiene su más sagrado nombre, y es el sello del anillo en el anular de la Presencia, y es el sello sobre la tumba de aquellos a quienes la joven bailarina ha dado muerte.

Las drogas –su presencia en mi organismo- me habían impedido usar algo de mi aprendizaje de tantos años. Esa era la letanía de la virgen guerrera, que canté a la tía mirando sus ojos inyectados de sangre.

La fuerza de mi atacante fue disminuyendo. De repente su mirada cuajada de arrugas se abrió como la de una lechuza espantada. Los ojos muy abiertos, aterrorizados, parecían haber visto a Molong mismo. El arma que empuñara hacía unos instantes se volvió contra ella. La jeringa penetró en su cuello. Hasta el fondo. Apreté el émbolo y el líquido entró
como chicotazo en su vena cava. Al sentir las primeras convulsiones, solté el cuerpo de la mujer que cayó como costal de piedras sobre el suelo de madera de la recámara. No tardarían en venir a ver qué había sido ese ruido. Alcancé a ver cómo se iba formando un charquito de saliva blanquecina en torno de los labios de la tía, que aún respiraba.

Adolorida aún por la desventajosa batalla, me levanté, tomé algunas prendas, las eché dentro de una maleta, corrí por mi niña sin saber exactamente dónde la tenían a resguardo. Caminé aprisa por corredores llenos de cuadros de gente antigua. Muchos eran fotos en blanco y negro de personas vestidas al estilo del periodo colonial. Las veía de reojo. Algunos rostros tenían gestos poco amables, de gente autoritaria. En el ala norte de la casa al fin pude escuchar lo que me parecieron voces y risas de muchachas. Al fondo de sus risas se percibía el gorgoreo de la beba. Para llegar a esa parte de la casa debía
atravesar lo que pronto adiviné era una sala de estar. En el segundo piso, como las tenían las familias del siglo XVII .

Me detuve en seco: señoreando el arco principal de aquella sala estaba un retrato al óleo de mi marido. Vestido a la usanza del siglo XVIII. Aterrorizada, busqué la luz. Quizá me estaban engañando las sombras de esa parte tan oscura de la mansión. Encendí el gran candil que colgaba del techo. Sus múltiples iridiscencias se desparramaron por toda la sala y bañaron de una luz algo más benévola el rostro de quien quizá era un antepasado de Antonio. No podían ser ni su padre ni su abuelo, a menos que fueran vampiros inmortales de 200 años de edad.

Sin pensarlo dos veces corrí hacia donde supuse estaba mi hija. La encontré sola, sentada en el piso entre almohadones. La nena sonrió al verme y extendió sus manitas hacia mí. Llorando de emoción y de miedo la levanté, la abracé, la besé. Luego tomé la pañalera y lo que pude de la bien surtida gaveta de productos de limpieza de la bebé, además de fórmula, biberones, sus vitaminas.

Corrí rumbo a la cochera. En el fondo de mi bolsa de mano guardaba siempre una copia de las llaves del coche. Subí a la bebé al auto. La pequeña, al escuchar el motor, pegó de gritos, espantada. Parecía que la estaban matando. Sus gritos alertaron a la población entera de sirvientes. Sin hacer caso del escándalo, arranqué al tiempo que unos pasos apresurados se dejaban venir hacia la cochera. Pronto los empleados de mi marido tratarían de detenerme. Abrí la puerta eléctrica en el momento en que los jardineros, comandados por el mayordomo, entraban para tratar de sacarme del auto. Sin pensarlo dos veces les eché la máquina encima. Al ver mi determinación, los hombres se apartaron para ver desde su lugar cómo arrojaba yo el coche contra la reja de entrada. Nadie me detuvo y desaparecí en la carretera sinuosa rumbo al único lugar seguro para mí en esos momentos: el Sigilo.

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