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jueves, noviembre 21, 2024

Sigilo 15

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Capítulo 15

 

Un paso más en la oscuridad

Yo había tenido una hija previa- Y mente: una nena que nació de la manera más normal y anodina del mundo, con la cabeza cubierta de un cabello negro que parecía peluca lista para recibir las chaquiras. No pude elegir su nombre porque mi ex ya lo tenía resuelto desde antes de conocerme: Arcelia, como su madre.

Pero ahora, al ver dormir plácidamente a esta niña lo concluí: mi hija no podía tener otro nombre sino aquel que alguna vez me llenó los oídos. El de la hermana de mi gran amiga de la secundaria: Amaris, que significa hija de la luna, no sé si en griego o hebreo. El nombre me pareció muy apropiado para este modelo femenino de una blancura que parecía ir extendiéndose, a golpe de destellos, por todo su cuerpo conforme pasaban los días.

Mi esposo veía con gran embeleso a Amaris. De hecho parecía enamorado, flechado por esa criatura que se movía entre sus brazos con una capacidad vital impresionante dado su tamaño y aparente fragilidad. En el hospital, las enfermeras sonreían al verla y, cuando yo pedí que pusieran su cuna al lado de mi cama, presencié cómo, maravilladas, la paseaban entre ellas y la mostraban a todo aquel que entrara atraído por la fama de esa niña tan peculiar.

La noticia de su nacimiento se diseminó también hacia otros lugares, entre ellos el grupo de Cata y las Hijas de la Luz que de inmediato trataron de contactarse conmigo. Fue toda una proeza salir de ese hospital cuando me dieron de alta. Se tomaron todas las precauciones que la pandemia hizo imprescindibles. Nos fuimos a la casa en ambulancia; yo vestida como astronauta, y mi hijita en una cuna herméticamente protegida del aire exterior. Llegué a encerrarme en mi casa con mi marido y la nueva caterva de sirvientes que me consiguió para que yo no moviera ni un dedo; sin embargo, con toda la cortesía posible, le pedí que me dejara a mí la atención directa de la niña. Mi marido refutó, según él la nena no tenía aún el peso necesario. Por supuesto que no le hice caso. Yo no la veía tan frágil ni tan propensa a la enfermedad como dijo un médico cuando nos despedimos para tomar la ambulancia. Y a diferencia de esos sabihondos, yo estaba convencida de que debía seguir dándole el pecho cuando la niña lo demandara: esa era la única vía necesaria para su salud.

Me acabé de instalar en la habitación con toda la parsimonia del caso. Estaba rendida. Todavía me sentía vapuleada por la estancia en el hospital. Al meterme a bañar vi las marcas que se me fueron formando durante el embarazo: estaban adqui- riendo otra apariencia, como desvanecida en los bordes. Me puse a observar, una por una, las que tenía en las piernas y en los brazos. Mi torso, en el espejo, era un camino hecho de huellas de algu- na entidad que hubiera transitado por esa parte de mi cuerpo. Las marcas se hacían más profundas en el vientre, todavía distendido por tantos meses de cargar un peso extra. Mis pechos, colmados todo el tiempo de leche, fueron los únicos que se salvaron de esas correrías intangibles. Yo confiaba en que, poco a poco, me iba a ir estabilizando y las mar- cas desaparecerían cuando el conteo de plaquetas subiera sustancialmente. Debía seguir tomando precauciones y evitar golpes y caídas hasta tener un diagnóstico más certero, y me pudieran dar un tratamiento que no afectara a la bebé.

Como si hubiera sabido lo que estaba yo haciendo, Julieta me llamó al celular.

–Todas queremos conocer a ese portento de niña, por favor, queremos, queremos, queremos….

–Mi Julius, no puedo salir, me tienen superprohibi- da la movilización fuera de los linderos de mi cuarto. Ustedes tampoco van a venir. Le pueden contagiar el bicho a la nena. No quiero a nadie en mi casa.

Julieta, sin reparar en el tono hostil de mis pa- labras, dijo:

–Me vale madres, te vas a poner en el Zoom. Ahorita te mando la liga porque queremos ver a la bella. –Eres verdaderamente una lacra, Julieta –le dije–. Ya la niña está dormida y me costó mucho trabajo dormirla. No la voy a mover…

–Bueno, bueno, bueno, no te pongas espesa, pareces la Pasionaria y nada más es pura depresión postparto. Tranquilízate. ¿Qué te parece si tú me avisas en cuanto la niña esté despierta y te manda- mos la liga?

–A ver, cabrona, si yo te estoy diciendo que estoy cansada, que mi hija también, que nos acabamos de instalar… dame chance. Mañana yo te aviso.

–Mañana en la mañana no voy a estar con las mujeres éstas. Por cierto, estamos en mi casa. Ellas solamente quieren verla, ni siquiera van a hablar contigo.

–¿Y qué están haciendo esas viejas en tu casa si no se puede visitar a nadie?

–Justo por eso les dije que hiciéramos aquí la reunión. Nos echamos unos tragos, y luego cada quien a su casa hasta que la pandemia termine.

–Al bicho le vale que te tomes 2 tequilas o 30 whiskies. Te pueden contagiar, Julieta.

–No seas hipocondriaca, no me van a contagiar de nada, yo soy incontagiable. Ya me hubieran pe- gado el sida y las ladillas. Pero ya ves que no, estoy perfecta.

En ese momento se escuchó el llanto de la niña que había despertado al oír mi voz cada vez más alterada.

–¿Ya viste? Ya la despertaste, no manches, ahora sí me va a tocar estar de pie toda la noche, pendeja.

–Cuelga y te mando la liga de Zoom. Nos la mues- tras, la vemos y te vas a la goma con tu hija.

Sin fuerzas para discutir más, prendí la computadora que afortunadamente me había dejado Antonio en el cuarto luego de la razzia de libros y pertenencias de mis estudios esotéricos. Preparé a la niña para que luciera lo más espectacular posible. Quería que su encanto fuera visible para todos. Me vi en el espejo. Estaba muy pálida. Me puse algo de colorete. Me senté a la computadora y traje a mi niña que de inmediato se prendió a mi teta. Me conecté al Zoom. Ahí estaban todas con una copa de champaña brin- dando y a ver a ver a ver yo quiero verla. Las contuve hasta que la niña terminó, eructó, la paseé un poco y se las mostré. La niña, en el momento en que su pequeña cara se reflejó en el monitor de la compu- tadora hizo un gesto que nunca le había visto antes, como si sus facciones se hubieran endurecido, quizá extrañada frente a un artefacto raro, antinatural. Luego miró todos los rostros con ojos bien abiertos, parpadeantes. Pero rompió a llorar en cuanto ellas empezaron a echarle flores. ¡Mira nada más qué mo- nada! Es una belleza, ya queremos cargarla, afirmó Sonia, embelesada. La niña lloró con más fuerza.

Julieta se puso en su modo protector y dijo: “Se me largan todas. Ya fue suficiente. Chúpense el resto de su trago y váyanse.” Con esa cortesía siempre muy de ella, las mujeres se acabaron sus tragos, se despi- dieron en medio de abrazos virtuales de felicitación por la niña y salieron una detrás de la otra. La anfitriona me dijo: “No cortes, no cortes, quiero pla- ticar algo contigo”. La niña no dejaba de llorar. No fue sino hasta que Julieta se sentó de nuevo frente a la pantalla y empezó a hablar conmigo que la niña se tranquilizó. La puse en su cuna. Mi amiga habló por fin:

–Amiga, esto es muy serio, alguien me está siguiendo…

–¿Quién te sigue? Hasta dónde sé sólo tu marido se preocuparía en seguirte…

–Así es, pero los que me siguen ahora no lo ha- cen con buenas intenciones.

–¿Pues qué hiciste?

–Yo nada, nada, pero algo me saben. O a mi es- poso, ya casi ex. Ya sabes que es un hijo de puta que anda trasegando los dineros ajenos…

–Ay, Julieta, tienes que hacer algo. No te desapa- rezcas sin dejar rastro. Déjame siquiera un lugar a donde llamarte…

En ese momento Julieta se puso atenta. –¿Oyes eso?

–No.

–Alguien está queriendo entrar…

Mi amiga se levantó en el momento en que se abría la puerta de la entrada. La computadora que había servido para compartir la reunión ahora captó una escena escalofriante: a través del Zoom vi entrar hombres armados con la cara cubierta por los clá- sicos pasamontañas. Portaban armas largas. Julieta salió corriendo al interior del departamento, pero no alcanzó a llegar al panic room que había manda- do hacer en el pasillo hacía poco. La sacaron a ras- tras, en pants, sin maquillaje y medio peda. Peleaba como leona. Volteó hacia la pantalla y gritó:

–Busca en el cuarto de la Pancha. Busca, amiga, busca…

Los invasores la arrastraron en medio de gritos, maldiciones y golpes. Un tipo me apuntó con su revólver desde la puerta. El estallido me cimbró. Mi pantalla pasó al negro. Lo único que me quedó claro en la cabeza fue la palabra “busca”.

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