Vivimos en un planeta sumido en contradicciones y malas intenciones, o al menos en una tempestad de riesgos sociales y costos inevitables. Y, sin embargo, la tecnología digital nos ofrece un sinfín de oportunidades, tantas que a veces perdemos de vista lo que realmente estamos haciendo con ella.
Entre el amplio menú de opciones, hay dos cuestiones fundamentales que deberían ser nuestra preocupación central: ¿cómo puede la revolución tecnológica alterar todo lo que hemos hecho hasta ahora? Y lo que es aún más importante, ¿cómo podemos evitar perdernos en un mar de posibilidades infinitas y confusas?
La respuesta es clara: necesitamos encontrar una nueva identidad. Y, con ella, un nuevo camino para influir de manera más efectiva en la construcción de nuestro futuro común.
Influenciar mejor, claro, tal como ya lo hace la tecnología, que está tejiendo su red en todos los rincones de nuestra humanidad personal y colectiva. La globalización virtual exige una mirada crítica e implacable hacia dos cuestiones ineludibles.
La digitalización, ¿es realmente tan útil como parece? La tentación de afirmar que sí, podría cegarnos frente a la verdad incómoda: estamos atrapados en un omniverso digital, un espacio que, aunque nos permite una mejor comunicación y una mayor influencia sobre ciertas decisiones colectivas, nos subyuga también a una alienación social y a un control político cada vez más profundo.
En un mundo donde las redes sociales y el contenido digital parecen redefinir nuestra identidad y relaciones, la interacción humana real es cada vez más reemplazada por la virtual, intensificando la soledad y el aislamiento, y reduciendo nuestra capacidad de decidir nuestro propio destino.
Cuando los líderes políticos Sheinbaum y Armenta invocan el Humanismo como bandera, no están hablando de una moda, sino de un compromiso: un esquema para devolver al ser humano su lugar central en cualquier acción social. Es la base para preservar nuestra humanidad y asegurar que, en un mundo cada vez más digitalizado, mantengamos el control sobre las decisiones que realmente importan.
El Homo Sapiens y el Homo Digitalis son dos especies en una, pero no solo hay diferencias visibles; la principal es que el segundo tiene menos razón humana y menos capacidad de decisión. La inteligencia digital, con sus algoritmos, sus datos y su manejo omnipresente de la información, está erosionando nuestra capacidad de pensar de manera independiente.
Este avance, en lugar de reducir la desigualdad, tiende a concentrar la riqueza en manos de corporaciones globales, dejando atrás a la mano de obra tradicional, condenada a la obsolescencia. El progreso tecnológico, por mucho que prometa, se parece más a un ogro que a un aliado filantrópico.
Aquí radica la importancia del Humanismo: una oportunidad para preservar nuestra humanidad en todos los ciclos de la vida. Cuando Sheinbaum y Armenta lo proclaman como un objetivo social, debemos respaldarlo. No es una esperanza romántica; es una necesidad. Es devolverle al ser humano su identidad esencial, especialmente cuando se trata de tomar decisiones vitales.
Y, en este contexto, la propuesta de Alejandro Armenta cobra una relevancia crítica.
Armenta no solo ofrece una visión humanista, sino una que es profundamente necesaria en Puebla, una región marcada por desigualdades sociales, pero también por una diversidad cultural milenaria que no puede ser condenada a un futuro incierto por los desafíos globales. Su propuesta es clara: construir una nueva identidad como poblanos, con la capacidad de influir de manera efectiva en nuestro destino común.
Los principios humanistas —la dignidad humana, la educación, la justicia social y el respeto por los derechos individuales y colectivos— deben ser la base para construir una sociedad más justa, equitativa y sostenible. Pero también debe ser una sociedad inteligente, capaz de dar a la tecnología un uso racional: que la tecnología sea un medio, no un fin. Porque, al final del día, lo que importa es cómo la tecnología sirve a la vida humana, no al revés.
Armenta propone un plan de trabajo para avanzar hacia un modelo de desarrollo inclusivo, innovador y, sobre todo, comprometido con el bienestar de todos. Pero es claro: no puede quedarse solo en palabras. Hay que participar todos.