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viernes, junio 13, 2025

Cuando la palabra es un puñetazo: Mejía y Monsiváis

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Desde los años 80, mi preocupación fue leer a Monsiváis con el temor de que no comentara algo que había dicho mi jefe. Día tras día, meticulosamente lo comprobaba. La duda sigue abierta: ¿no era importante lo que decía mi jefe? ¿O no estaba en el catálogo de líderes de opinión nacional?

Y es que Monsiváis —don Carlos, debo decir— fue y sigue siendo un maestro de la inquisición verbal y del realismo crítico, esos límites morales en los que debe conducirse el periodismo socialmente útil. Monsiváis siempre nos invitó a ver más allá del show político. Era un docto de la palabra, se movía con calma y con cultura; su escritura era un mapa emocional y social que nos llamaba —y aún lo hace— a calificar, desde lo humano, imperfecto y perverso, a los actores, las decisiones y los resultados de la política mexicana. Todo en tiempos donde los políticos se creían reyes o dioses del Olimpo. ¡Ah, qué tiempos aquellos de cortes virreinales y galanteos verbales, adquiridos o forzados por la fuerza de aquel poderoso señor: don Dinero!

Encuentro en Monsiváis una oportunidad para entender las contradicciones y esperanzas de una nación siempre convulsa, confusa y ahora polarizada. Leía sus críticas, inspiradas en algo muy mexicano. Por mi madre, bohemios” era más que un título poético: era un grito que reflejaba las heridas y fuerzas de la confrontación política, una confrontación donde los enemigos terminaban siendo socios y amigos en una gran obra de teatro. Siempre nos invitó a ver la verdad detrás de ese espectáculo.

La política no es juego para tímidos ni para diplomáticos. Es un espacio donde las verdades se disfrazan de ideales y las mentiras de promesas. Para moverse en ella se requieren líderes fuertes, vigorosos, claros. Así como alguien dijo que Monsiváis fue un sabio que usó la pluma como bisturí cultural, así también Mario Alberto Mejía contribuye hoy con una ironía mordaz que no se anda con rodeos: destroza al poder con sarcasmos afilados y metáforas que duelen como golpes bien dados. Su columna es un campo de batalla donde la farsa política se desnuda sin compasión, y donde la corrupción deja de ser un concepto abstracto para convertirse en la burla pública que merece. Leerlo es como asistir a una función de teatro ácido, donde el poder es un villano ridículo que ya no engaña a nadie.

Vivimos tiempos distintos, con lectores confundidos y extraviados en la cultura de la venganza y el odio. Hoy más que nunca necesitamos a quienes nos recuerden la realidad real de la política mexicana: compleja, áspera, falsa y falaz. No basta denunciar lo que está mal con gritos o sarcasmos. Se necesita combinar lo que no se ve con lo que se siente, y medir sus consecuencias.

Ahí está Mejía. Siempre oportuno, siempre pertinente, con esa ironía punzante y una profundidad cultural que no se improvisa. Fusiona la prosa clara con tintes de una poesía real, arrancada de la realidad que a veces no se quiere ver. Con humor y optimismo, nos dice las verdades del interés público con sabiduría y sensibilidad. Nos invita a ser reales, con la crudeza que exige ver el engaño como lo que es: una alerta de desconfianza.

Mario Alberto Mejía se distingue por su uso audaz de la ironía, el sarcasmo y la alegoría para denunciar la corrupción y el abuso de poder, especialmente en el ámbito local. Sus columnas son un teatro literario donde el poder se convierte en personaje farsesco, expuesto sin piedad al escrutinio público. Utilizando metáforas visuales y un tono mordaz, Mejía no solo informa: sacude, despierta conciencias, invita a no ser espectadores pasivos. Su lenguaje teatral y simbólico es una herramienta de resistencia que sortea censuras y toca el corazón del debate político.

Estoy seguro —y con razón suficiente— de que Monsiváis se sentiría halagado de ser referente en el análisis político actual. Porque Monsiváis y Mejía coinciden: usan la palabra con inteligencia para abrir espacios donde el mexicano común encuentre un hogar donde ser escuchado y, sobre todo, donde pueda expresar sus imposibilidades. Y Mejía, a su vez, se honraría al dar a Monsiváis un nuevo estatus con su obra literaria y periodística. Ambos son maestros de la palabra oportuna, útil y demoledora, una palabra que desnuda fantasías políticas para ayudarnos a entendernos en un país donde todos actuamos, pero no todos debemos fingir.

Entre la crítica real y la reflexión culta, Mejía hace de la palabra —en su forma más cruda y más elevada— un arma poderosa para no seguir engañados ni presos del embeleso que solo beneficia a unos cuantos.

¡Por mi madre, bohemios… bebamos!

Porque la palabra —cruda o culta— es el primer golpe que puede cambiarlo todo.

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