Ya la semana pasada platicábamos sobre el hecho de que hay quienes no siguen una receta estándar y quienes, por el contrario, hasta exageran “estandarizando”. Y aquí surge una reflexión: si ya entraron en proceso de estandarización, ¿por qué no estandarizar también el sabor?
A lo largo de mi experiencia he notado que se da mucha importancia al aprendizaje e interiorización de técnicas para la adquisición de habilidades en otras áreas, pero que a la cocina no se le ha dado la seriedad y el respeto suficientes, por lo que los resultados son víctimas de una elevada variación de sabores en los platillos servidos.
Para ser un músico de academia —un violinista, por ejemplo—, se debe estudiar notación musical, tiempos, ritmos, técnicas de manejo del arco, por mencionar algo. Sin dejar de lado el desarrollo del oído. En la pintura, el aprendiz, debe estudiar los efectos de la luz, las combinaciones de los colores, las telas, las formas, la perspectiva, y un sinfín de técnicas inherentes al oficio. También sabemos del exhaustivo estudio que un buen sommelier debe tener sobre el terroir —la naturaleza que rodea a la viña—, las diferentes altitudes, las estaciones del año, las cepas, las variedades blancas y tintas, y un amplio abanico de posibilidades de aromas y colores, cuerpos y densidades para poder catar y degustar un vino.
Sabemos de algunos que desarrollan un excelente sentido del gusto y el olfato, sin olvidar una gran capacidad para recordar y formar bancos de información en aras de saber —en una cata a ciegas— de qué cepa y hasta añada se trata.
Todo lo anterior, no hace sino dejar en claro que para realizar una actividad con maestría y elegancia hace falta estudio, dedicación, disciplina y mucho respeto por lo que se
hace. Pero cabe una pregunta: ¿será acaso que lo que es tan cotidiano, no es lo suficientemente valorado?
Sirva de ejemplo, la respiración que, como es automática y casi inconsciente, no nos percatamos de su importancia, sino hasta que se hace necesaria y se va por un momento: como cuando experimentamos un ligero ahogamiento en una piscina, En ese momento, faltaba más, sí que es importante.
Pues lo mismo pasa con la comida y la cocina.
Aristóteles, el filósofo griego, decía que hay tres tipos de alma: vegetal, animal y racional.
Y se preguntara el hipócrita lector:
¿Qué tiene eso que ver con la cocina?
Muy simple: si una persona (cocinero) que tiene alma racional está preparando alimentos con ingredientes que también tienen alma —sea esta vegetal o animal (papas, cebollas, un filete de ternera o un foie grass)—, ¿por qué matar su alma que es el sinónimo de su esencia?
De ahí la importancia de que quien prepare alimentos lo haga con “alma”, con amor, con conocimiento de causa, y no sólo porque accidentalmente tiene ganas de hacerlo.
Continuaremos la próxima semana.