“La mediocridad es el peor enemigo de la prosperidad”.
Henri FORD
De no pocas cosas debemos tener mucho cuidado en nuestro itinerario vivencial. Evitar ser presa de pecados, errores o tentaciones, no es fácil. Es humano.
Sin embargo, una de las peores y más desagradables por mucho, es la mediocridad.
“La mediocridad no se imita”. Es una frase del estupendo novelista y dramaturgo francés, Honoré de Balzac… lo dice todo.
Caerse, trompicarse, desviarse del camino, equivocarse, fallar, son todas acciones que nos asaltan cuando nos lanzamos al descubrimiento de nuestro ser y parte del proceso natural existencial.
Las únicas personas que no se equivocan son aquellas que deciden no hacer nada. Que permanecen en la inacción; que deciden siempre permanecer en las butacas del teatro de la vida y que jamás se animan a subir al escenario y deciden “actuar” y ser protagonistas de su propia obra.
Esa inacción y miedo a lanzarse al ruedo, es el peor error que podemos cometer. Se resume en ser un adorador de la mediocridad.
Son lo mismo quienes son tibios de corazón. “Serán vomitados”, nos dicen las Escrituras. Es más probable que alguien que ha bajado a los infiernos de su propio ser, pueda tener un despertar de conciencia, que un miedoso, timorato y tibio de corazón.
La mediocridad es prácticamente un sinónimo de la pendejez. (Perdone el lector este lenguaje coloquial y florido, pero el impacto literario no sería el mismo).
Recuerdo una frase de mi abuelo que me decía en mi adolescencia: “Mijito, yo podré ser muchas cosas. No soy perfecto. Pero no soy pendejo. ¡Qué Dios te libre de los pendejos! ¡Y arriba los chingones y abajo los pendejos, que de ellos no hay recuerdo!”
Gran sabiduría. Es peor un pendejo mediocre que alguien malo. Y cuidado con aquellos que tienen iniciativa…ufff …son los peores.
En cambio, la maldad tiene inteligencia. Planea, urde, intriga, ejecuta. Hay orden, dirección, objetivos. Y a pesar del daño que pueda crear, en muchas ocasiones, de las cosas malas se llegan a sacar cosas buenas —que no se malentienda, no se desea la inmoralidad—.
Sin embargo, es posible conducir los estratagemas de la maldad y darles la vuelta y hacia caminos concretos y positivos. Solo hay que echarle un vistazo a la historia.
Pero cuando el mediocre tiene poder, es un chivo en cristalería. No hay nada. Es un ser sin mapa de navegación y preso de sus resentimientos, complejos, traumas y envidias. De la mediocridad no se saca absolutamente nada.
De los mediocres más antipáticos son aquellos que tienen la necesidad de humillar a alguien para sentirse importante —me recuerda a un excompañero del colegio, una pobre alma burlona e intensamente mediocre—.
Están también aquellos que siempre le dicen que sí al jefe. Nunca se atreven a contradecirlo con tal de no perder su cercanía o “su chamba”. Lo peor, es qué hay dirigentes a los que le gusta tener a estos falsos aplaudidores a su alrededor. Lo he visto mucho, sobre todo en política y la administración pública.
Aquellos que no dan todo, que no juegan en la cancha de la vida, poniendo el corazón y el alma es doloroso, frustrante y lamentable. La mediocridad es asquerosa.
Tuve un maestro en primaria muy querido. Fue mi profesor durante dos años seguidos. Era también nuestro entrenador de fútbol. Un tipo muy comprometido y querido por todos sus alumnos. Una gran persona. Además de ser maestro en mi escuela, daba clases en el Centro Escolar y en la Normal Superior del Estado.
¿A dónde voy con estos antecedentes? Tenía muchos alumnos. Demasiadas vidas pasaban por sus enseñanzas y eran formadas por ese maestro de gran carácter. Un día, platicando con él, se me ocurrió preguntarle:
—Oiga Profe, teniendo tantos alumnos, con tantas clases que da, ¿qué alumnos recuerda?
—Mira Toño, los maestros sólo nos acordamos de dos tipos de alumnos. Los que son excelentes, disciplinados, que sacan buenas calificaciones. O de los que nos crean problemas, que son completamente desobligados y que tenemos que lidiar con su conducta. De los que nunca nos acordamos, son de los que sacan 7 y 6.
Su respuesta fue lapidaria. Me marcó para siempre. Para los mediocres, no hay recuerdo.
Critican, pero no se atreven a alzar la voz. Juzgan, pero no son capaces de proponer algo positivo. Aspiran, pero la envidia corroe sus entrañas. Señalan en las sombras del anonimato, pero son cobardes. Son inútiles, pero existen.
La ignorancia es su libreto; la soberbia, su alimento; la mentira, su bebida; la hipocresía, su disfraz; el insulto, su argumento; la necedad, su maquillaje; el conformismo, su sinfonía; el olvido, su espacio y el fracaso, su destino.
El fracaso tiene mil excusas. El mediocre busca instintivamente una justificación para su fracaso y siempre juega el papel de víctima.
Tristemente, en diversas partes del planeta, “las repúblicas de la mediocridad” se han apoderado de los destinos de muchos países. Sucede entonces, que la gente sensata y congruente, se vuelve peligrosa.
“Los grandes espíritus siempre han encontrado una violenta oposición de parte de mentes mediocres” comentaría el genio de Albert Einstein.
Es incuestionable la necesidad de sacudirse ese virus letal llamado “MEDIOCRIDAD”. Puede convertirse en una pandemia verdaderamente desastrosa.
Al final, es importante no perder el tiempo con personas mediocres. La mediocridad es para la gente infeliz y frustrada. Y por higiene mental y espiritual solo merecen que les obsequiemos una cosa: distancia.