Hace poco Enrique Bunbury sacó un comunicado donde decía que se retiraba de los escenarios, pues lo que era un placer a lo largo de su vida, cantar, ya era un sufrimiento. Respirar le dolía, cantar también.
Pensé en los muchos años juntos, en la vergüenza con la que después escuchaba, ya con otros ojos y oídos, sus malos versos y también sus malos discos.
Pero a manera de memorial, quisiera narrar nuestra despedida que fue más o menos así.
Tenía 18 años y fui a un concierto de Bunbury en el Relicario con una amiga de la preparatoria.
Mientras hacíamos fila para entrar conocimos a un grupo de amigos que iban juntos, había una energía que hermanaba a todos los que esperábamos. Era esa energía del amor hacia la música de un ser humano que nos había acompañado a través de su creación. Es la ilusión de ver a alguien que extrañamente amas.
Entramos al concierto, cada uno se fue por su lado y mi amiga y yo coreamos todas las canciones; creo que incluso lloré cuando cantó la de El rescate. Un borracho le aventó unos huevos y cerveza, Enrique paró el concierto, hizo que sacaran al osado y continuó con la canción de Puta desagradecida “Una mano amiga tendida todo el tiempo, no has parado a pensar, estabas advertida, puta desagradecida”, creo que ahora esa misma canción tendría a un grupo de feministas lanzándole demandas y maldiciones.
El concierto terminó como a las 11: 30, la mamá de mi amiga llegó por ella, habían prometido llevarme a casa, pero el padrastro maulló que la gasolina no alcanzaba para dar aventones, que suficiente había hecho con ir por la no hija, mi amiga sin mucho más qué hacer se despidió, su subió al auto y se marchó.
Pronto el gentío, los vendedores ambulantes, los fanáticos, los gritos, los puestos de comida y alcohol fueron vaciándose. Empecé a caminar para salir de ahí, tenía un nudo en la garganta porque no tenía dinero, no tenía un celular, y la magia de la música había terminado. Cada uno volvía a su realidad. En esa época vivía frente al CENHCH, e hice lo único que podía, caminar. No recuerdo por qué tomar un taxi y pagarlo en mi casa no fue una opción para mí, quizá porque creí que era hacer gastar a mi papá por algo que había sido mi decisión, mi madre nos había adiestrado disciplinadamente a no pedirles nada pues el lujo ya era tener
casa, comida, agua caliente y un lugar dónde dormir, lo demás era abuso. Para las 12 de la noche la fraternidad de la música, las luces y los autos se habían ido, entonces empecé a orar y a pedir con todo mi corazón que nada me pasara, caminé y caminé, pensando en que el dinero que ahorraba lo usaba para comprar los discos de los Héroes del silencio, que en mis fantasías Bunbury era mi amigo y confidente, pero justo ahí, caminando hacia mi casa, sola y con miedo sólo pude llorar preguntándome cómo mi héroe no me ayudaba, cómo el pacto de la ficción se había terminado cuando el telón se cerró y que yo solo era una fan caminando en la madrugada. Cuando iba por la fuente de Zaragoza no pude más y me solté a llorar, en un mini drama personal sólo seguía orando y recordando salmos que mi abuela me había enseñado cuando era niña y que funcionaban muy bien ante el temor.
Llegando al Boulevard 5 de Mayo, un auto se detuvo al lado mío, caminé más deprisa y me gritaron que si necesitaba un ride. Cuando volteé era el grupo de amigos que conocí en la fila del concierto, había dos mujeres y recuerdo haberles preguntado si no me asesinarían, se rieron y decidí que sí me llevaran a mi casa. Uno de ellos era diseñador, hicimos una amistad y para mi siguiente cumpleaños me regaló una foto donde aparecía un fotomontaje donde Bunbury me abrazaba. Esa misma foto la envié para un concurso de Telehit donde el ganador tendría dos entradas en primera fila para el reencuentro de los Héroes del silencio en el Foro Sol… gané el concurso y me fui con mi hermana Ilusión a gritar otra vez las canciones de Bunbury. Ese fue nuestro último concierto juntas, ella se casó y al poco tiempo se mudó de ciudad, yo me fui a Barcelona y tras ese viaje mi vida cambió.
Bunbury y yo nunca nos volvimos a encontrar, se enamoró, tuvo una hija, se fue a vivir a USA, un par de discos cursis, y yo no le perdoné que fallara al clan del sufrimiento e ira existencial que él había oficiado durante décadas. Habíamos gritado durante tantos años que la apuesta era por el rock and roll, que era una apuesta ya perdida y que no podíamos dar el corazón porque iríamos a donde fueran nuestras botas. Habíamos proclamado apostar por la derrota.
No sé si él ganó, tampoco si yo lo hice, pero ahora que se retira, le concedo la razón: enamorarse, tener un hijo, escribir versos cursis también es apostar por el rock.