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jueves, noviembre 21, 2024

Crónica de un taxista retirado que vende ropa usada en San Felipe Hueyotlipan 2

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Don Pepe estuvo muchos años de taxista en el entonces DF, allí se casó. Ya se sentía chilango, pero un día de septiembre de 1985 decidió dejar la capital para volver a San Felipe Hueyotlipan, su lugar de nacimiento, “a mi esposa no le gustaba que nuestros hijos crecieran allá, vivíamos en un departamento que estaba por la Villa de Guadalupe, no era muy buena zona. Al final me convenció y nos vinimos. Semanas después fue el terremoto. Imagínese, mi joven, supimos que al edificio en el que rentábamos se le zafó un muro. Bendito Dios que habíamos vuelto”.

Cuando don Pepe regresó, San Felipe ya era una junta auxiliar. El crecimiento exponencial de la ciudad de Puebla absorbió los pueblos que la rodeaban. “Yo creo que nos convino. Mucha gente no estaba de acuerdo, pero los alcaldes de aquí nos cobraban por todo. Gracias al cambio entramos al sistema de impuestos, lo normal, pues”, comenta mientras saluda con la mano a un hombre que pasa en su triciclo de carga y que anuncia detergente por litro al grito de ¡Fabuloso!, ¡Fabuloso!, con acento cubano.

Volver a Puebla no fue fácil para don Pepe, cuando apenas se adaptaban murió su esposa. Intento preguntar al respecto, pero no parece cómodo al hablar de esos temas, tampoco de sus hijos, prefiere platicar de cómo le ayudó el ambiente de pueblo que conserva San Felipe, de sus bailes, pastorelas y carnavales, en los que suele estar encargado de preparar un licor que, según él, a todos emborracha: el Limón con limón. “No espere que le dé la receta, mi joven, cuando quiera me dice y le preparo unos litros para sus fiestas”, su comentario me deja intrigado, ¿qué tendrá el Limón con limón, aparte de limón?

No es lo único que me sorprende, don Pepe me cuenta de una fiesta tradicional de San Felipe llamada Las locas. No hace falta preguntarle, pues mi cara de ignorante me delata. “Mire, mi joven. Tenemos un carnaval en marzo en el que todos se visten de mujer, ahí aprovechan muchos, ya sabe”, se lleva el dedo índice a la mejilla, “los que tienen sus cosas raras, pero se pone bueno”, ríe.

Primero buscó trabajo como chofer particular, lo contrató un señor muy importante que tenía un rancho en la zona de La Margarita, solo soportó un año. “Era pesadísimo ese patrón. Un día se enojó no sé de qué y, con el perdón de usted, mi joven, que me grita y me recuerda a mi mamá. Me enojé mucho y le aventé las llaves del carro al suelo. Imagínese. Fue muy injusto que me mentara mi madre así nomás, yo estaba cumpliendo con mi trabajo; entonces tiré las llaves, renuncié y ya caminaba bien digno hacia la calle cuando este señor soltó a sus perros, unos grandes de pelea. Me los echó para que me persiguieran. Salí corriendo y, de pura chiripa, me trepé a un camión de pasajeros que pasaba por la calle”, cuenta aliviado, “hasta el chofer del camión se dio cuenta de que me salvó la vida”.

Tiempo después, volvió a ser taxista. Hizo base en algunos lugares de la capital poblana, hasta que formó parte del grupo de taxis autorizados de la CAPU. Por su basta experiencia en la capital, fue nombrado jefe y encargado de conseguir a las edecanes de promoción. En los noventa, los taxis oficiales de la terminal de autobuses eran publicitados por chicas con vestido entallado que lucían una banda, igual a la de los certámenes de belleza, con la leyenda ‘Taxis autorizados’, el pasajero debía acercarse a ellas para que les dijeran dónde comprar el ticket y abordar la unidad. Don Pepe ríe al recordarlo: “¿cómo iba a conseguir yo edecanes? Tuve que poner a chambear a mi hija, a mi sobrina y a sus amistades. Era incómodo. Ahora me da risa, pero en esos tiempos yo sí me ponía celoso, además tenía mi mal genio”.

No le hubiera creído lo del mal carácter si no me cuenta la anécdota de cuando se salvó de ser asesinado por un pasajero que lo encañonó con una pistola. Otra de sus muchas vidas.

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