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martes, octubre 15, 2024

La duquesa job

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A Manuel Puga y Acal 

 

En dulce charla de sobremesa, 

mientras devoro fresa tras fresa, 

y abajo ronca tu perro Bob, 

te haré el retrato de la duquesa 

que adora a veces el duque Job. 

 

No es la condesa de Villasana 

caricatura, ni la poblana 

de enagua roja, que Prieto amó; 

no es la criadita de pies nudosos, 

ni la que sueña con los gomosos 

y con los gallos de Micoló. 

 

Mi duquesita, la que me adora, 

no tiene humos de gran señora: 

es la griseta de Paul de Kock. 

No baila Boston, y desconoce 

de las carreras el alto goce 

y los placeres del five o’clock. 

 

Pero ni el sueño de algún poeta, 

ni los querubes que vio Jacob, 

fueron tan bellos cual la coqueta 

de ojitos verdes, rubia griseta, 

que adora a veces el duque Job. 

 

Si pisa alfombras no es en su casa; 

si por Plateros alegre pasa 

y la saluda Madame Marnat, 

no es, sin disputa, porque la vista; 

sí porque a casa de otra modista 

desde temprano rápida va. 

 

No tiene alhajas mi duquesita, 

pero es tan guapa y es tan bonita, 

y tiene un cuerpo tan v’lan, tan pschutt; 

de tal manera trasciende a Francia 

que no la igualan en elegancia 

ni las clientes de Hélène Kossut. 

 

Desde las puertas de la Sorpresa 

hasta la esquina del Jockey Club, 

no hay española, yanqui o francesa, 

ni más bonita, ni más traviesa 

que la duquesa del duque Job. 

 

¡Cómo resuena su taconeo 

en las baldosas! ¡Con qué meneo 

luce su talle de tentación! 

¡Con qué airecito de aristocracia 

mira a los hombres, y con qué gracia 

frunce los labios —¡Mimí Pinson! 

 

Si alguien la alcanza, si la requiebra, 

ella, ligera como una cebra, 

sigue camino del almacén; 

pero, ¡ay del tuno si alarga el brazo! 

¡Nadie se salva del sombrillazo 

que le descarga sobre la sien! 

 

¡No hay en el mundo mujer más linda! 

Pie de andaluza, boca de guinda, 

esprit rociado de Veuve Clicquot; 

talle de avispa, cutis de ala, 

ojos traviesos de colegiala 

como los ojos de Louise Théo. 

 

Ágil, nerviosa, blanca, delgada, 

media de seda bien restirada, 

gola de encaje, corsé de ¡crac!, 

nariz pequeña, garbosa, cuca, 

y palpitantes sobre la nuca 

rizos tan rubios como el coñac. 

 

Sus ojos verdes bailan el tango; 

nada hay más bello que el arremango 

provocativo de su nariz. 

Por ser tan joven y tan bonita, 

cual mi sedosa, blanca gatita, 

diera sus pajes la emperatriz. 

 

¡Ah tú no has visto cuando se peina, 

sobre sus hombros de rosa reina 

caer los rizos en profusión! 

Tú no has oído que alegre canta, 

mientras sus brazos y su garganta 

de fresca espuma cubre el jabón. 

 

¡Y los domingos!… ¡Con qué alegría, 

oye en su lecho bullir el día 

y hasta las nueve quieta se está! 

¡Cuál se acurruca la perezosa, 

bajo la colcha color de rosa, 

mientras a misa la criada va! 

 

La breve cofia de blanco encaje 

cubre sus rizos, el limpio traje 

aguarda encima del canapé; 

altas, lustrosas y pequeñitas, 

sus puntas muestran las dos botitas, 

abandonadas del catre al pie. 

 

Después, ligera, del lecho brinca. 

¡Oh quién la viera cuando se hinca 

blanca y esbelta sobre el colchón! 

¿Qué valen junto de tanta gracia 

las niñas ricas, la aristocracia, 

ni mis amigas del cotillón? 

 

Toco; se viste; me abre; almorzamos; 

con apetito los dos tomamos 

un par de huevos y un buen biftec, 

media botella de rico vino, 

y en coche juntos, vamos camino 

del pintoresco Chapultepec. 

 

Desde las puertas de la Sorpresa 

hasta la esquina del Jockey Club, 

no hay española, yanqui o francesa, 

ni más bonita ni más traviesa 

que la duquesa del duque Job. 

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