El palo que recibió Eduardo Rivera Pérez este sábado de la Comisión Nacional de Proceso Electorales del PAN, que echó abajo su intentona de manipular la composición del Consejo Estatal para impedir que pierda la dirigencia del partido, no es un asunto menor ni fruto de la casualidad legal.
Es, en estricto sentido, el mensaje inequívoco del grupo que realmente manda en el Comité Ejecutivo Nacional del PAN hacia el cabecilla del Yunque burocrático de que no habrá complicidad ni aceptarán chantajes políticos de un personaje que a todas luces resulta menor en la ecuación del poder.
La petición de Eduardo Rivera, a través de sus empleados en el Comité Directivo Estatal, para que defenestraran a 11 consejeros estatales era una locura a todas luces, no solo porque quería que la Comisión Nacional de Procesos avalara una ilegalidad que sería revertida en los tribunales, sino porque también pretendía forzar a Jorge Romero Herrera a inaugurarse como dirigente nacional del PAN con el aval a un cochupo para favorecer a una camarilla de sectarios que, en términos reales, poco le aportaron en su camino para llegar al CEN.
La renovación de la dirigencia poblana está siendo observada con lupa en todo el país debido a que el panismo quiere conocer de primera mano, el nuevo estilo personal de gobernar de Romero Herrera. La militancia quiere saber si todo seguirá igual o peor que antes.
Con la presión que ejerció Eduardo Rivera, ya se vio que pretendía llevar a la nueva dirigencia nacional a un retroceso democrático que abollaría un liderazgo que requiere sumar a todos.
La unidad en Puebla en torno a Jorge Romero fue construida por el propio aspirante, a través de acuerdos y consensos. Si Eduardo Rivera realmente quería demostrar músculo debió retacar las casillas de militantes, pero en realidad apenas pudo medio cumplir con la tarea y si no fue un fiasco se debió a que otros liderazgos, como Genoveva Huerta Villegas, Edmundo Tlatehui Percino o Mario Riestra Piña, intervinieron para impedir la catástrofe.
Mostrar músculo, entronizarse como líder de un estado conlleva una demostración sin mácula en las urnas. Es ahí donde se callan bocas y se deja a la vista de todos, la capacidad para la movilización y el respaldo de la base. Nada de eso tiene Eduardo Rivera. Es, por decir lo menos, un remedo de dictador bananero en crisis.
¿De dónde sacó el exedil de Puebla, pero oriundo de Toluca, que Jorge Romero y el CEN respaldaría sus locuras? De la desesperación. Al ser informado que los números en el Consejo Estatal no le alcanzan para imponer a Felipillo Velázquez Gutiérrez en la dirigencia local, optó por la vía más penosa: el ridículo producto de la obnubilación de quien se sabe perdido.
Su primer intento fue exigir la intervención del CEN del PAN para que se construyera una planilla de unidad, una propuesta ridícula porque ni siquiera estaba dispuesto a ceder espacios.
No es una sorpresa ver a Eduardo Rivera en esta
penosa condición. Es solo la confirmación de lo que
en este y otros espacios le hemos dado cuenta. El
panista es un político de mira estrecha, que hace
política a partir del hígado y la ocurrencia porque la
soberbia le impide ver con claridad.
Es un político escaso de herramientas, por lo que no pudo entender la oportunidad de oro que la vida le ofreció. Ahí donde tenía la oportunidad de surgir como el líder moral del PAN —el morenovallismo extinto, el respaldo del gobernador y estar al frente de la ciudad más importante del estado—, el camino lo llenó de sectarismo y se rodeó de personas muy menores en términos políticos e intelectuales que sólo le pudieron decir lo que quería escuchar.
Allí donde la vida le dio la oportunidad de aprovechar su experiencia de gobierno para sacar adelante a una ciudad compleja como Puebla, decidió aprovechar su segundo periodo para dejar una estela de corrupción, demostrar que no tiene idea de cómo hacer un buen gobierno y, para colmo, heredar el mandato a una persona más incapaz que él, pero cuya cualidad es haber sido obediente, sumiso y cómplice.
Apenas se estrenó como integrante del CEN del PAN y lo primero que hizo fue presionar a su dirigente para respaldar una acción ilegal y así pudiera salvarle el pellejo.
Eduardo Rivera nunca entendió su papel y ya se ve que está empeñado en seguir por el mismo camino. El tiempo, para desgracia del yunquista, terminó por darle la razón a Rafael Moreno Valle, quien en corto no dudaba en considerar al exedil como un político muy menor, representante de lo más retrógrada en términos políticos y sociales, por lo que no había otra opción que sacarlo de la ecuación.