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martes, marzo 19, 2024

Sigilo 59

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Capítulo 59

Los niños de la noche

 

Aquella noche ocurrieron fenómenos todavía más extraños. El miedo se convirtió en unas horas en un regreso al tiempo de las sombras, cuando la raza humana tenía en la oscuridad su mayor enemigo. Quizá por esa razón no resulta extraño que un hombre acostumbrado a la muerte como el chofer del contador Ruiz se haya impresionado al punto de llamar a un sacerdote en sus últimos momentos de vida. Lo inusual resulta que ese joven sacerdote haya escuchado, en la madrugada y después de la confusión generalizada, el llamado de la enfermera para que fuera al hospital a darle la extremaunción a un moribundo. La misma chica lo alertó también sobre el gran secreto que se abriría frente a sus ojos a pesar de la oscuridad y el caos circundantes. No se sabe si fue la belleza de la joven o su insistencia lo que al final logró que el jovencísimo sacerdote, sin avisar a sus superiores, hiciera ese viaje al corazón de las tinieblas, una pesadilla que a esta fecha no ha podido ahuyentar de su memoria.

El cura refiere haber visto calles destruidas, personas corriendo con sus maletas bajo el aguacero, buscando refugio de los rayos y los incendios. Algo, no obstante, lo alertó sobre el tipo de horror que aún se agitaba entre la negrura: contingentes de niños destrozando vidrieras, carros, golpeando gente. El taxi en el que viajaba estuvo a punto de atropellar a varios. Los chiquillos se abalanzaban sobre la unidad con palos y piedras. Sus rostros no se veían con claridad, excepto cuando algún coche desprevenido proyectaba sus luces sobre sus derrengados cuerpos. Entonces salían huyendo despavoridos, con gritos similares a los chillidos de miles de roedores. En un momento el sacerdote logró ver el rostro de uno de aquellos pequeños. Parecía el de un querubín, pero sus ojos semejaban los de una estatua de piedra. Ojos sin pupilas, con tan solo una superficie grisácea, terriblemente vacía. El horror empezó a hacer presa del ánimo del prelado. Supo entonces que debía llegar. Algo en su interior le decía: “no te rindas”.

En el hospital todo era un pandemónium. Nadie daba información. Por instinto el sacerdote se dirigió al área de los quemados, quienes llegaban por montones a urgencias. Preguntando aquí y allá, por fin encontró la cama asignada al señor Rigoberto Manzano. El olor a carne achicharrada impregnaba los pasillos, y se reconcentraba en el cuarto donde 4 personas agonizaban víctimas de muy graves y extensas quemaduras. El sacerdote se preguntó si el hospital habría olvidado el código de alta higiene que se debe observar en el área de quemados. Muy pronto se dio cuenta de que estaban llevando a los pacientes a morir sin ser atendidos. Eran ríos de personas con distintos niveles de daño por fuego. Se preguntó si en algún momento pedirían apoyo de otras unidades médicas o del sector salud, aunque con toda seguridad esos otros hospitales estarían rebasados también. Su instinto lo guio de nueva cuenta hasta la cama de don Rigoberto. Al sentirlo llegar, el hombre intentó parpadear para verlo.

—Tranquilo, señor Manzano. No se fatigue. Aquí estoy con usted.

De la confesión no podría platicarles nada a ustedes, aún si supiera algún detalle. Solo sé que el moribundo le hizo un encargo: escuchar unas cintas. La enfermera que lo había buscado le daría, en cuanto se las pidiera, las llaves de una camioneta donde las tuvo que dejar, frente a la casona de la 2 Oriente.

—Las rescaté de la casa de mi patrón, don Antonio Ruiz, por órdenes de su esposa. La enfermera tiene las llaves… pídaselas, por favor.

La agonía del chofer le alcanzó al sacerdote para conocer una historia como nunca se imaginó escuchar algún día en la boca de un hombre al borde de la muerte. Relatos entrecortados por el poco aire y las fallas orgánicas del moribundo que dejaron al joven sin esperanzas y convencido de que había llegado el fin del mundo. El tiempo le bastó también para depositar con pavor creciente los santos óleos en la frente calcinada del paciente. En cuanto recibió la extremaunción, el hombre exhaló un último suspiro largo, hondo. Y murió.

Atrapado en el hospital, el sacerdote se resignó a seguir despidiendo por la puerta ancha a muchos de quienes murieron víctimas de los designios de aquella noche atroz. Ya casi amaneciendo llegó a su celda en el monasterio de Cholula. Llevaba la caja con las grabaciones. “La señora pensó en todo”, se dijo al descubrir un walkman con pilas nuevas al fondo de la caja repleta de casetes numerados. El día –o lo que parecían restos de la noche, tan oscuro estaba el ambiente– lo sorprendió caminando de un lado a otro, presa de la mayor de las incertidumbres. Para el mediodía había escuchado casi todas las cintas. En el monasterio sólo permanecía él. Supuso que la sobrecarga de trabajo habría arrastrado a sus condiscípulos y a sus superiores a los hospitales y cárceles de la ciudad y su zona conurbada. Para la tarde tenía ya una firme determinación. Él mismo me entregaría el material sin hacer comentarios ni preguntas. El número de contacto con mi nombre estaba escrito en cada uno de los casetes. Al parecer la autora, quien inicialmente dejó al azar el destinatario de sus grabaciones, apuntó mis datos para que esa persona recurriera a mí. Quedamos en encontrarnos dos días después en el campus de la IBERO, donde estaba yo dando un seminario sobre historia de las religiones y espiritualidades comparadas.

El sacerdote, un jovencito demacrado, alto y muy flaco, me encontró en la cafetería. Lo reconocí por su vestimenta: hábito negro, escapulario y cuello clerical, así como jeans y tenis On the Roger, una marca muy cara.

Su relato parecía incrementar el estado de ansiedad y angustia que mostraba. Miraba para todos lados, como si alguien lo estuviera persiguiendo. Así supe cómo fueron los últimos momentos de las hermanas de la luz.

El chofer, don Rigoberto Manzano, lo explicó en una confesión que no quiso que fuera tal, sino una exposición de motivos, casi una declaración ministerial, es decir, una acusación directa contra sus patrones, a los que llamó satánicos, entre otros epítetos impropios de una persona con un pie en la tumba.

Por cierto, en el momento del terremoto yo me hallaba en Monterrey, motivo por lo cual no viví la noche “del apocalipsis”, como le llama todo el mundo. Por eso tal vez me mostré escéptica respecto del relato del padre. Con su natural nerviosismo, avivado por una imaginación demasiado achispada, la cronología de los hechos fue saliendo entre momentos de silencio, suspiros, y exclamaciones sobre lo difícil de creer aquello de lo cual se enteró esa noche. En especial por el contenido de las famosas cintas que el agonizante chofer se encargó de que le llegaran a él. Según el cura, el hombre logró oír a su patrona cuando grababa el último material y, luego de ver lo que vio, estaba seguro de que ahí debía estar la explicación de lo sucedido en esa casa. Una explicación que, más que competencia de la policía, debió haberla supuesto como de la esfera espiritual, religiosa.

Según don Rigoberto, la tormenta amainó un poco, así que, desde su escondite, alcanzó a escuchar la respuesta de Valentina a la petición inhumana de Catalina. “Entrégame a la niña”, repetía la dueña de la casa.

En seguida, me permitiré leerles el testimonio reconstruido del chofer de la familia Ruiz, escrito y ordenado de manera coherente por el presbítero que acudió a aplicarle los santos óleos:

“De pronto, la esposa de mi patrón me llamó. ¿Cómo sabía que yo estaba ahí?

–Venga, don Rigo –me ordenó. Yo salí de mi rincón y me acerqué a mi patrona–. Vaya usted por Maribel y la niña.

Don Antonio le gritó si estaba loca o qué, que no hiciera caso de pendejadas de viejas inútiles, que se las vería con él si traía a la niña…

–Haga lo que le digo –su voz tenía un don de mando que nunca le había escuchado.

Yo me salí. La lluvia seguía fuerte, pero en ese momento no era una tormentota. Llegué en menos de media hora y ya la señorita Maribel me esperaba con la niña en brazos. A mí siempre me dio mucha ternura esa nena, tan seria y tan hermosa. Decían que tenía autismo y por eso no sonreía nunca. Cuando regresamos vimos en el patio a los animales que ya habían vuelto a salir de su selva después de comerse a don Vicente, el socio de mi patrón, y al “Cañas”, su guardaespaldas favorito. Sus demás hombres seguían afuera, sin saber nada. Me vieron salir y luego llegar con Maribel y la niña. Lo bueno es que la lluvia los desanimó a entrar con nosotros. Estaba tan oscuro que la niña no vio a un lobo sentado bajo el agua. Yo sudaba frío y rezaba para que no se nos echara encima, ni tampoco el dragón ni las tortugas carniceras. Yo los vi porque tuve que alumbrar para ellas el camino hacia la casa. Al entrar, la niña le echó sus bracitos a su mamá. Entre el patrón y yo colocamos de nuevo los muebles, no fueran a meterse las alimañas de afuera. Adentro, además de la patrona y sus dizque amigas ahora estaban un señor al que decían el Harper y 7 mujeres más vestidas con unas como túnicas blancas.

De repente un rayo iluminó el vestíbulo donde todos nos mirábamos, asustados. Con un gritote, la Julieta le quitó la niña a su mamá y corrió en dirección a la siguiente sala, donde está o estaba la entrada al departamento subterráneo. La siguieron doña Catalina y las 7 mujeres vestidas con túnicas.

Don Antonio salió disparado a detenerlas, pero el señor Harper le apuntó con una pistola 45 y le pidió que no se moviera. Luego volvió a intentar hacer otro movimiento como de avanzar, pero mi patrona lo detuvo:

–Antonio, deja que se lleven a la niña. No va a pasarle nada malo.

El señor abrió los ojos bien grandes. Iba a decir algo cuando la señorita Maribel lo interrumpió:

–Oye, hazle caso a Vale. Ella sabe por qué te dice eso. Tranquilízate.

En el salón de abajo comenzaron unos cantos extraños en un idioma que yo nunca había escuchado, pero la verdad en ese momento me interesaba más atacar al tal Harper, un tipo guango y fácil de dominar con una sola mano, si no fuera porque su pistola estaba apuntándonos a los ojos. Habían pasado como diez minutos de cantos cuando se escucharon varios gritos que hicieron que el tipo dejara de apuntarnos y se lanzara escaleras abajo.

Ahí fue cuando ya la señora Valentina corrió hacia los cuartos de abajo. Yo la seguí. Atrás de mí, don Antonio y Maribel. La Julieta y las demás mujeres estaban en la recámara esa donde había una mesa enorme. Ahí, encima, habían puesto a la niña sin nadita de ropa. La verdad, ese mueble parecía una piedra de los sacrificios. La señora Julieta tenía un puñal levantado sobre el pecho de la pequeña. Don Antonio le gritó que se detuviera y ya se iba a abalanzar sobre ella cuando doña Vale lo detuvo poniéndole una mano sobre el pecho.

–No intervengas –le dijo–. No es necesario.

El patrón volvió a abrir los ojos como platos, pero obedeció la voz bien enérgica de su esposa.”

En este punto el chofer calló y me tomó como pudo una mano -escribió el sacerdote- y la apretó con una fuerza inusual para un moribundo.

—Padre, perdone que le diga esto, pero esa niña no era de este mundo.

—¿No, hijo? ¿Entonces qué era?

—Un monstruo, algo enorme que llenó todo de luz y se hizo gigantesco, una cosa llena de ojos y dos caras que giró sobre la mitad de esa mesota de piedra y luego entró y salió de su centro, como si ahí hubiera un hoyo. Se oían llantos espantosos y risas y voces que maldecían y nos insultaban. La dueña de la casa cayó hacia atrás, con los ojos abiertos, como fulminada por un rayo, muerta. El señor Harper comenzó a incendiarse él solito y salió corriendo, buscando la calle. A la señora Julieta el torbellino la levantó y la dejó caer en seco y le partió el cráneo. Horrible, padre, le juro que esa mujer tenía en los ojos todo el espanto. Las otras mujeres vestidas con túnicas salieron corriendo del lugar. Luego la luz se fue, se acabó, y ya la niña no era un monstruo sino una niña que quería a su mamá. Y, ¿sabe?, la señora Julieta no había muerto. Quiso levantarse, pero la sangre que le salía por la boca empezó a ahogarla. La señora Valentina cargó a su hija y salió del lugar. Y le juro, padre, le juro que esa niña, o lo que sea, iba sonriendo. Atrás de ella salió el señor Toño, pero yo me quedé retrasado por ayudar a una de las señoras de túnica a levantarse porque estaba un rincón, chille y chille. Ésa fue mi perdición.

El sacerdote aclaró que todo eso pasó antes de que los hombres del difunto Vicente entraran por la fuerza a la casa. De pronto empezó el terremoto, y todo estalló en llamas. A don Rigoberto lo sacaron con quemaduras del 80% en todo su cuerpo. En el subterráneo hallaron los cuerpos de Catalina y de Julieta. En la cocina acabó la sirvienta. A las demás hijas de la luz les cayó encima el techo de la antigua mansión. En el jardín se hizo el hallazgo de los escasos restos (huesos y pellejos desperdigados) de Vicente y su sicario; y en la acera de enfrente, del cadáver calcinado de Harper. Pero de Valentina, Amaris y Antonio no se encontró absolutamente nada.

Los caminos de la divinidad son inescrutables, queridos participantes. El sigilo nació de un anhelo legítimo de acercamiento al conocimiento sagrado, pero abrió las puertas a demonios que se sintieron atraídos por la mezquindad y la maldad de las Hijas de la Luz. Tal vez es muy idealista, pero yo estoy convencida de que solo el amor es capaz de traer ángeles al mundo.

Concluyo esta conferencia con una reflexión. Sin saber cómo, esta secta logró atravesar las eras y las dimensiones en su búsqueda de aquello vedado a la humanidad, el Sigillum Deus, o Sello de Dios, un artefacto cuya esencia propone el respeto al poder del espíritu, al conocimiento secreto y las fuerzas que laten debajo de nuestra realidad material.

Las Hijas de la Luz fueron la vía para salvar al mundo del mal que trajeron, porque su búsqueda reunió a dos seres que, según la leyenda, descienden de la familia sagrada y son también, los únicos capaces de continuar con su linaje. Lo demás es solo un milagro del amor, la fuerza más grande de los seres humanos. Y de los ángeles.

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