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jueves, abril 25, 2024

Sigilo 27

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Capítulo 27

Un relámpago en el centro de todo

 

El día siguiente, una vez que me retiraron el suero con las mórbidas sustancias que me tenían como trapo de fonda, estuve lista para regresar a casa. Sabía que mi niña me esperaba ahí, así que moría de ganas de llegar lo más pronto posible. Los trámites del alta me mantuvieron desesperada durante horas que se me hicieron las más largas de mi estancia en ese lugar.

Cuando Antonio estaba cerrando la maleta entró el médico. No lo recordaba pero me causó una buena impresión, como cuando entra en el salón un guapo y resulta que es el profe sabelotodo y además simpático. El médico era joven y algo me decía que también era
competente y confiable. Todo eso cuando mi confianza en los demás había desaparecido. A excepción, paradójicamente, de mi marido. El doctor nos explicó que los últimos análisis habían salido perfectos, como si yo nunca hubiera padecido nada. Aunque, al ser la sangre
un tejido que se renueva a sí mismo, en cualquier momento la mía podría llenarse de coágulos o presentar modificaciones plaquetarias. Y provocar las odiosas manchas que me perseguían.

El tipo resultó ser un hematólogo famoso al que convocaron para que fuera exclusivamente a atenderme, dada la rareza de mi caso. Me habló de ciertas características de mi sangre que la hacían poco frecuente. Un tipo de sangre que provenía de una región muy particular de Medio Oriente.

–Cuando la vea en consulta le platicaré con más tiempo sobre los detalles extraños de su sangre que, sin duda, han contribuido a poner en riesgo su salud. Nadie –nos dijo– sabe cómo ni por qué pasan esas cosas. Por el momento – agregó– los resultados son tranquilizadores. Cosa extraña –y afortunada– la sangre de su esposo es similar a la suya.

Mi marido recibió los comentarios del galeno sin que ningún músculo de su rostro se perturbara. Yo quedé verdaderamente intrigada. Me prometí agendar una cita con él lo más pronto posible.

–Disfrute su vida, señora, cuídese y no se exceda –me dijo al despedirse como si estuviera al tanto de la clase de excesos a los que me había lanzado instigada por Julieta.

En el camino a casa, Antonio me tomó de la mano. Sin decir agua va, me dio un beso en el dorso y me preguntó:

–¿Sabes que eres una mujer muy hermosa?

La bruta de mí solo atiné a ruborizarme como vil quinceañera. Nunca pensé que todavía el piropo de un hombre pudiera inquietarme tanto. Me miré en el espejo de la visera y le respondí:

–Soy muy normal, Antonio. En tus bares de seguro ves a mujeres mucho más hermosas que yo.

Antonio sonrió. Acarició mi mejilla y finalizó la charla.

–Eres un bocado de cardenal, mi vida. Además de preciosa por fuera, eres tierna y dulce por dentro. ¿Qué más puede desear un hombre como yo?

Me reí pero en mi inquieto interior me preguntaba si esa era su forma de preparar el camino al lecho. La verdad no me sentía muy preparada. En eso un chorro de sol cayó sobre sus brazos cubiertos de una vellosidad dorada. La sola vista de sus músculos tensos sobre el volante y su piel dorada hicieron la magia. En segundos me sentí húmeda y dispuesta a recobrar el tiempo perdido, o al menos invertido en otros menesteres.

Ya en casa, el reencuentro con mi hija fue conmovedor. La niña había crecido mucho durante las semanas de nuestra separación. Dio dos o tres pasos titubeantes que me asombraron en una nena tan pequeña, y se abalanzó sobre mí para abrazarme con fuerza.

–¿Te fijas que nuestra pequeña rara vez sonríe? –me preguntó Antonio.

Para mí la nena era por sí misma un motivo resplandeciente de alegría, así que no me había percatado de su escasez de sonrisas. Pero puesta a pensar tuve que coincidir con mi marido: la nena era poco proclive a sonreír, en especial cuando él se hallaba alrededor de nosotras.

Para no pensar más en ese tema escabroso, le pregunté casi de la nada:

–¿Qué sabes de Julieta?

Entre mi encierro en Veracruz, el incidente en el panic room y mi reciente estancia en el hospital habían pasado muchos días sin que nadie me dijera algo sobre la suerte de mi amiga.

–Le pidieron a su marido 10 millones de dólares a cambio de soltarla con vida –me dijo Antonio, esquivando la mirada–. Pero no pienses en eso por el momento, Vale. Te prometo que, sólo porque es tu amiga, yo he soltado mucho dinero a la fiscalía para que mantenga activo el caso. Su marido ya entregó el rescate pero no la han liberado. Vente, vamos a acostarte.

Mi marido me levantó del sofá de la sala con muchos mimos y cuidados. Pero a pesar de los intentos de tranquilizarme, sus palabras surtieron el efecto contrario. Tenía la impresión de que los tipos que retenían a Julieta buscaban algo más que dinero. Sus últimas palabras, cuando la sustraían a rastras de su casa, me hacían pensar que ella sabía que no se trataba del vulgar secuestro de una ricachona.

Antonio me preparó una cama muy confortable en el cuarto de la niña. Suspiré resignada: “Por lo visto su amor por mí es y seguirá siendo platónico”. O no me absolvía aún de mi anterior vida de libertinajes.

A la medianoche, cuando cabeceaba después de darle su mamila a la nena, escuché que Antonio recibía una llamada. El tono de su voz me hizo escurrirme hacia la sala. La voz de mi esposo denotaba claramente su alteración.

–¡Te dije ya que no te la entregaré! –le decía a su misterioso interlocutor–. ¡Yo nunca estuve de acuerdo! Qué pacto ni qué pacto. Eres un imbécil. Y cuidado con acercarte a ella o a su madre.

Supe de inmediato que estaban hablando de mí y de mi pequeña hija, y se me congeló la sangre. Un misterio más me seguía a mi propia casa, pero la actitud de Antonio, pese a todo, me advertía su determinación de proteger a mi hija de los desconocidos que pretendían apoderarse de ella.

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