Nigel Leask
Los esfuerzos por teorizar alrededor de las relaciones entre literatura y ciencia han sido constantemente socavados por una errónea distinción metodológica entre la historia de la ciencia como un universo estéril de teorías esquemáticas y la literatura como un discurso vivo dentro de los límites del ámbito estético. La mayoría de los críticos literarios piensan en esta ciencia estéril (que, por lo general, se considera “pseudociencia”) como un pozo del que los escritores extraen cubos llenos de metáforas, a partir de las cuales consiguen expresar las verdades sempiternas de la condición humana.
Esto queda ilustrado si estudiamos el influjo del mesmerismo en escritores de lengua inglesa del XIX, como Coleridge, Shelley, Dickens, Poe, Hawthorne y Browning. Desde la proscripción en- 1784 del magnetismo animal de Franz Mesmer por parte de la Comisión Real de Francia, el mesmerismo ha existido en esa zona trémula de la “pseudociencia”, sobre todo dada su influencia (mediante el uso de la hipnosis que hiciera Charcot) sobre el psicoanálisis.
Algunas expresiones sobreviven entre nosotros como metáforas muertas: una súper estrella del espectáculo nos “mesmeriza” o el encanto personal de alguien causa en nosotros un efecto “magnético”. De esta manera, suponemos que cuando los escritores del XIX utilizan estos términos recurren a significados similares. El hecho de que todos los escritores mencionados antes hayan practicado el mesmerismo o estudiado a profundidad sus supuestas virtudes terapéuticas sugiere otra cosa. Como veremos, el mesmerismo adquiere un nuevo giro cuando se libera del pozo de las metáforas muertas y se reinterpreta como un ejercicio cultural esencial para comprender las preocupaciones del romanticismo.
Desde un punto de vista popperiano de la historia de la ciencia, la prohibición de la cura practicada y popularizada por Mesmer, y por tanto su destierro de la “tradición científica/mecanicista” en 1784, está perfectamente justificada: puesto que se trata de una teoría irrefutable en términos empíricos, el mesmerismo pertenece propiamente al reino de la “imaginación” y no al de la ciencia, como concluye el dictamen de la comisión francesa de ese año. Quienes detentan el canon estético no han sido más acogedores con esta criatura del pensamiento que los mismos comisionados, pues también la han expulsado del asilo donde habita la imaginación.
Algunos críticos literarios no dejan de celebrar un hallazgo peregrino a sus ojos: no importa que la marcha hacia el progreso científico haya dejado al mesmerismo en el bote de la basura pseudocientífica, pues eso no dice nada nuevo acerca de la vitalidad que aún puede encontrarse en los mejores textos de Shelley, por ejemplo, el Prometheus Unbound, un poema rico en metáforas hipnóticas. Como dice Ludmilla Jordanova, “aplicar criterios modernos para valorar y distinguir entre ciencia genuina y pseudociencia en actividades del pasado es un acto profundamente ahistórico”2.
Visto así, podríamos pensar que el mesmerismo, más que abastecer simplemente a Shelley o Coleridge de metáforas oportunas, ejerció una influencia notable en el desarrollo de su poética. El mesmerismo constituye una terapia revolucionaria en cuanto al conocimiento de la voluntad, la identidad sexual y la relación del cuerpo humano, poblado de nervios arborescentes, con la voz y el texto poético a lo largo del periodo romántico.
Los primeros días del hipnotismo han sido tratados por Robert Darnton3 y solo me limitaré a destacar sus tendencias radicales y reformistas en las últimas décadas del siglo XVIII. El mesmerismo desafió la hegemonía de una política en materia de salud pública que simplificaba y banalizaba cualquier otra gnosis que excediera su estrecho canon y favorecía el empleo de fármacos.
Mesmeristas revolucionarios como Brissot de Warville eliminaron las connotaciones libertinas que tenían las sesiones del propio Mesmer y enarbolaron la bandera de la familia, el núcleo de la verdadera salud y bienestar de la sociedad civil, y la definieron como una interpenetración de la voluntad masculina y la sensibilidad femenina benéfica para ambos. La revisión del hipnotismo emprendida por los románticos (conocida precisamente como “sonambulismo artificial”, a raíz del estilo impuesto en sus sesiones por el marqués Chastenet de Puysegur) se deshizo de toda la parafernalia que envolvió el estilo de Franz Mesmer, y se acercó a una simpleza más propia de Rousseau.
Las sesiones en grupo de la década de 1780 fueron sustituidas por la pareja mesmeriana, formada por el magnetizador, cuya voluntad tiene el poder de inducir hacia la lucidez, y un ser femenino, sonámbulo, que debe ser guiado en un acto de “volición determinante y despótico”, como lo llamó el mesmerista escocés, J. C. Coloquhoun. Valcourt, el héroe magnético de la novela de Charles de Villers, Le Macnetiseur Amoureux (1787), proclamaba:
“Porque yo lo quiero la enfermedad desaparecerá al pronunciar aquí, en mi interior, con toda su fuerza irresistible, esta palabra”. La Voluntad operaba en silencio, acompañada de movimientos de las manos y miradas penetrantes; Puysegur evitó tocar el cuerpo de sus pacientes porque las autoridades austriacas y, más tarde, la Comisión francesa habían escuchado quejas de abuso sexual en las sesiones de Mesmer y otros mesmeristas.
Puysegur había descubierto medios eficaces para inducir artificiosamente un sueño hipnótico a voluntad, a menudo mediante una introspección virtual de los órganos internos, en el que la paciente podía enfrentar su mal y adivinar una posible cura. Las palabras pronunciadas en estado de “lucidez” –casi siempre en respuesta al intenso interrogatorio elaborado por el magnetizador– tenían un carácter revelatorio, e incluso profético, anticipándose a la “clarividencia” del movimiento espiritualista del siglo XIX o a la “charla curativa” de Freud.
El cuadro típicamente mesmerista se remonta al mito de Pigmalión, quien, embelesado por la bella Galatea, impone sobre ella la fuerza de su voluntad creadora. Al otorgar una voz oracular a la paciente, que exigía la atención del magnetizador (en contraste con la mirada analítica del médico que se fija sobre el cuerpo mudo), se trata de una práctica reformista si se compara con el estilo acostumbrado por Mesmer y, desde luego, con la ortodoxia médica. Aun así, la voz “lúcida” de infinita sensibilidad emerge bajo la vigilancia y voluntad del ser masculino, al igual que la división de labores es un elemento constitutivo de las relaciones de poder en el contrato matrimonial de la burguesía.
Como Clara Gallini lo ha escrito en La Somnambula Meravigliosa, “el cuerpo femenino, antes desatendido y objeto cotidiano del control social, se convierte en un objeto caro, protagonista de una tarea salvadora. Pero nunca se convertirá en un cuerpo totalmente liberado que existe con plena conciencia de si mismo. En el modelo de la paciente sonámbula uno encuentra más bien una imagen de una libertad imposible en la vida real… . El gabinete magnético contiene la soledad de la mujer, cuyos deseos despiertan solo para ser inmediatamente suplantados de acuerdo a la economía de la pareja en la que ni el hombre ni la mujer alcanzan el equilibrio”.
A mediados de Junio de 1816 un grupo de turistas ingleses aficionados a la literatura debieron permanecer en una villa frente al lago Ginebra a causa del mal tiempo; mientras pasaba el tiempo, decidieron contar entre ellos el mejor relato sobrenatural. Ahí se encontraban Lord Byron, su médico John Polidori y Percy y Maria Shelley; el relato de María dio pie a Frankestein, el cuento de Byron (luego de una serie de transmutaciones) inspiraría el Dracula de Bram Stoker. En cambio, de la “aportación” de Percy Shelley casi nadie se acuerda, no solamente porque fue transcrita por Polidori como un caso clínico, un ataque de histeria que sufrió el poeta durante las primeras horas de la madrugada del 20 de junio de 1816, sino porque se trataba de un relato gótico convencional.
Polidori (quien había publicado en fecha reciente su tesis sobre sonambulismo para obtener el grado de médico por la Universidad de Edimburgo4) describe en su diario cómo Lord Byron buscaba atemorizar a sus amigos mediante la lectura de algunos versos de Christabel, de Coleridge, aquello en los que la hermosa bruja Geraldine, desnuda frente a su víctima estupefacta, le muestra “su seno y la mitad de su cuerpo, magro, envejecido y de colores repugnantes”. El poder de fascinación de Byron es bien conocido y parece haber tenido un efecto singular sobre Shelley:
“Cuando sobrevino el silencio [de pronto comenzó a dar alaridos], llevó las manos a su cabeza y salió corriendo del cuarto con una vela… . Miraba a la Sra. (María) Shelley cuando, sin sentirlo, pensó en una mujer de la que había escuchado hablar o tal vez había recibido alguna vez en su casa, y la mujer tenía ojos en lugar de pezones, lo cual se convirtió en una súbita obsesión, apoderándose de su mente con voluntad aterradora”.
Un primo de Shelley, Tom Medwin, retomó mas tarde la versión de Polidori; en ella una mujer de gran belleza “lo miraba con cuatro ojos, dos de los cuales se hallaban en el centro de sus senos… era el conjuro de una mujer horripilante a la que había recibido en su casa, una especie de Medusa de cuyos pechos, se sospechaba, desprendíase otra mirada”. Shelley identifica la voz de Byron con una voluntad perversa y seductora encarnada en la sobrenatural Geraldine, mientras que su propia voz (en estado de trance) tiene eco en Christabel.
La economía estable de lo masculino/femenino, belleza/sublimación pierde altura: al descubrir lo masculino sublime en un cuerpo femenino –mediante un efecto mesmerista– Shelley se ve transportado y se precipita en un estado de conmoción. El terror sublime surge cuando desaparece el arquetipo de belleza femenina, los senos, las curvas suaves e inofensivas, las líneas de la belleza del siglo XVIII. Shelley reconoce en medio de su histeria una mirada masculina, avasallante por seductora –la voluntad sublime, fálica–, en lugar del pecho delicado y paciente del ser femenino.
Shelley trata de oponer resistencia a los poderes magnéticos de Byron, de manera que su “lucidez” es todo menos terapéutica. El agitado “transporte” de Shelley ciertamente no resultará tan descabellado para el lector de nuestros días si se considera el contexto de aquella velada romántica. Medwin describe cómo el mismo Shelley alcanzó un efecto “casi eléctrico” al recitar su poema The Witch of Atlas. Shelley había elogiado al improvvisatore toscano, Tommaseo Sgricci, por “electrificar el teatro” durante una de sus largas improvvises, que podían pasar de las tres horas.
En 1821 Shelley tradujo Ion, el diálogo de Platón entre Ion de Efeso, el rapsoda, y Sócrates, texto en el cual se apoyó para escribir un año antes su Defensa de la Poesía. Aquí destaca la naturaleza espontánea, femenina de la inspiración que anima la poesía, una virtud enigmática que aparece en el poeta, pasa a través del recitador y finalmente magnetiza al auditorio. Pero el poeta no tiene voluntad o conciencia sobre ese lenguaje. La poesía de Shelley a menudo imitó la rapsodia verbal, sin base escrita, del improvvisatore; como lo dijo en la Defensa: “La poesía no está sujeta a los poderes activos de la mente; tampoco su aparición y recurrencia tienen una conexión necesaria con la conciencia o la voluntad”.
Esta teoría de la inspiración “espontánea” se tambaleó por el enorme dominio seductor que ejerció Byron sobre Christabel a través de su personificación de Geraldine. Shelley no quiso nunca más ser hipnotizado por el mesmerista de costumbre e insistió en ponerse en manos de Jane Williams. La poderosa recitación de Christabel por parte de Byron parece haberse ajustado a las cuidadosas instrucciones de Coleridge para vocalizar, una novedosa métrica basada en la suma de acentos en lugar de sílabas y en la variación en el número de estas últimas como medio de controlar “las transiciones en todo lo concerniente a la fantasía y la pasión”.
En su Biographia Literaria Coleridge insiste en que en la poesía se realiza el matrimonio de un principio femenino de excitación espontánea con un principio masculino de voluntad o control; “estos elementos han sido ordenados artificialmente dentro de una métrica, mediante un acto voluntario… a lo largo de todo el lenguaje medido debe encontrarse el rastro de una volición inmediata… . No solo debe haber una sociedad, sino una unión; una interpenetración de la pasión y la voluntad, del impulso espontáneo y del propósito voluntario”.
Al comentar, no sin tristeza, la discrepancia entre la popularidad que despertaban los recitales de Christabel y los ataques de la crítica al poema luego de su publicación, a mediados de 1816, Coleridge sugería que el éxito de un recital dependía de “la excitación y la simpatía súbita que la recitación de un poema en voz de un admirador, sobre todo si se trataba de alguien especialmente entusiasta y de reconocido prestigio, podía suscitar en el público. Esto es, en efecto, una especie de magnetismo animal. en el que el Ardiente Recitador, mediante una combinación perpetua de miradas y tonos, transmite su propia voluntad y su clarividencia a su auditorio. Todos ellos viven por un momento dentro de la enorme esfera de su Ser intelectual”. El poeta y el recitador de Coleridge y Byron, con la mirada de Pigmalión, terminan por dominar profundamente al publico.
En contraste, la poesía de Shelley buscaba privilegiar una palabra espontánea, vocalizada, siguiendo el modelo del improvvisatore como una alternativa femenina a la poética de Coleridge, cimentada en la voluntad y en la cual el cuerpo del recitador/poeta es un símbolo transparente para el texto escrito que crea o articula. En Coleridge, detrás de la translucidez del símbolo está el Logos, la palabra revelada y escrita de Dios, que domina e inspira la palabra hablada, así como el ser masculino equilibrará las efusiones espontáneas y “femeninas” en la poética de Coleridge, esto es, en la Biographia. Shelley buscaba más bien una voz pura, somática, cuya textualidad radicara solamente en una participación espontánea e involuntaria, en una estética “femenina”. El cuerpo de Shelley deja de ser transparente y se endurece, obstinado y opaco, expresión de su propia elocuencia.
Es, pues, como el cuerpo del improvvisatore, que recita sin texto más que el que nace de la inspiración momentánea. En una visión profética de la gramatología derrideana, el acto de la escritura en muchos improvvisatore era, al parecer, causado por cierta perturbación mental; Sgricci, por ejemplo, fue “sacudido por una violenta náusea” cuando trataba de poner en marcha la pluma con la que solía improvisar durante un acto público.
La explicación que ofrece Coleridge a la recitación poética, así como la inspiración espontánea de Shelley, son solo dos “especies” del magnetismo animal presente en la poesía romántica. Quizás el enfoque de los académicos contemporáneos, cautivados por el texto, y la costumbre de leer en silencio no solo hayan distorsionado la visión del arte poética y de la poesía románticas, olvidan el escenario en que se produjeron y su carácter terapéutico. Asimismo, sería un error metodológico insistir en la ciencia como el núcleo “duro” (en términos epistemológicos) de una práctica literaria “suave” y periférica. Por todo ello, y en forma recíproca, puede decirse que el magnetismo animal es una especie de poesía, la producción somática del texto poético mediante una forma de oratoria muda.
Para Coleridge, la fenomenología del mesmerismo favorecía el postulado de Schelling y Steffens sobre la existencia de una Voluntad trascendental que se apoyaba en el absoluto y que está en la esencia de su propia versión de la naturphilosophie alemana. El quid del mesmerismo consistió en resolver la siguiente pregunta: “¿El sistema nervioso puede, bajo determinadas circunstancias, actuar físicamente sobre el sistema nervioso de otro ser vivo?”.
Después de revisar las evidencias que tenía a la mano, Coleridge concluyó que “la voluntad o bien (si se quiere ser menos teórico) la vis vitae del Hombre no está confinada operacionalmente al Cuerpo Orgánico donde reside; sin embargo…, es capaz de producir ciertos Efectos Predeterminados sobre otros cuerpos humanos exteriores a él”, al igual que los torpedos del Atlántico o las anguilas del Pacífico. No debe omitirse señalar que este voluntarismo hipotético de Coleridge se vio determinado por su físico, un tanto valetudinario, que lo hacía temer y frenarse cuando sentía impulsos de tomar un papel activo como hipnotista (pues difícilmente se habría visto a sí mismo tomando el papel femenino que desempeñaba el sonámbulo). Doble ironía, pues, ya que Thomas De Quincey llamó a Coleridge “el viejo y sublime sonámbulo” no por ser esclavo del poder magnético, sino del opio; “un siervo de esta potente droga no menos abyecto que Caliban frente a Próspero”.
El más sorprendente de los relatos inspirados en el mesmerismo de Edgar Allan Poe, Los hechos en el caso de M. Valdemar, representa, al pie de la letra, la última palabra del romanticismo mesmerista. En su visión retrospectiva del sonámbulo romántico, el relato de Poe no evoca a la Galatea de Coleridge ni a la mimosa de Shelley, sino a un cuerpo suspendido y apenas animado.
Poe escribió esta historia en 1845, momento posterior al romanticismo, como quien ha visto envejecer y ha escuchado opacarse la sonoridad romántica. El relato se centra en la voz del sonámbulo, un elemento teatral cuya consistencia glutinosa y macabra refleja el estado real del cuerpo de Valdemar. Luego de siete meses de trance hipnótico (una versión gótica de la Bella Durmiente) finalmente el cuerpo exánime de Valdemar comienza a decir:
“¡Dios Santo!, rápido, duérmanme, o no… ¡pronto!, ¡despiértenme!, pues les digo que estoy muerto”.
Luego de haber sido “despertado” por el narrador, Valdemar se disuelve en “una masa nauseabunda, víctima de una espantosa putrefacción”. Se trata, pues, de un cruel epitafio al anhelo mesmerista de lograr que el cuerpo hablara y encarnar el verbo –es decir, el proyecto de la imaginación zoo-magnética–; es también un símbolo el que la voz de Valdemar, conformada por una vibración somática, implore textualidad y ruegue por abandonar un cuerpo joven y poderoso que envejece a la velocidad de la luz.
Traducción: CCh.
Nigel Leask
Especialista en literaturas romántica, escocesa y anglo-india. Desde 2004 es Profesor Regius de lengua y literatura inglesas en la Universidad de Glasgow, UK. Es autor de British Romantic Writers and the East: Anxieties of Empire (Cambridge Studies in Romanticism), Cambridge University Press, 2004.