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jueves, diciembre 12, 2024

Psicoacústica

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Confesiones del maestro Roncador 

A las 20 horas según el Meridiano de Greenwich me encuentro sentado delante del micrófono de los estudios de la radio más importante de Londres, abriendo la boca para empezar mi intervención: 

—Hola, me llaman el maestro Roncador, porque al parecer ronco desesperadamente. 

Dejo pasar unos segundos de silencio, porque sé que los silencios forman una parte muy importante en la comunicación verbal y musical. 

—Hoy os quiero proponer un juego con sonidos. Lo llamaremos “Sonidos Secretos”. 

Dejo pasar otros segundos para que el silencio enfatice mis palabras. 

En el estudio, mi interlocutor, que me ha precedido, calla admirado por mi profunda y fuerte voz. 

—El juego consiste en descubrir los sonidos que voy a producir con una serie de objetos existentes en la vida cotidiana, o no tan cotidiana, que he escogido hoy para la ocasión. Esos objetos los dejaré caer, los frotaré entre los dedos, los haré vibrar o en definitiva haré que nos “hablen” con sus voces distintas, con el fin de que podáis adjetivar los sonidos que produzcan en cada ocasión. Precisamente, se trata de esto, de poner adjetivos a los sonidos que hagan. 

El interlocutor le hace una señal al técnico de sonido. Éste aprovecha para intercalar el gruñido de los goznes de una puerta, que tiene en la biblioteca de sonidos de la emisora. 

—Vamos a jugar a este juego mediante varios objetos de pequeño tamaño. Muchos de ellos son cotidianos y transportables, y algunos desechables, y no nos vamos a inquietar si el objeto es un vasito de yogurt de plástico que podamos reutilizar como cubilete para jugar a los dados, o si es un plato metálico lleno de líquido que al moverlo va variando las frecuencias realizando un Phasing u otros efectos especiales de gran estudio de grabación, o algo con mi propia voz. 

Ahora el técnico no sabe qué otro sonido poner, y opta por intercalar el de un elefante en celo. Lo tengo desconcertado totalmente. 

—El oyente deberá expresar su opinión con una dualidad de adjetivos. que le va a proponer nuestro anfitrión. En este caso, el anfitrión es, obviamente, el conductor del programa y gran amigo Josep Louis Charles. 

—Por mi parte, mi nombre de pluma, maestro Roncador, va a ocultar mi personalidad real hasta desvelarla al final de este juego. 

El técnico, ahora, no sabe qué hacer. Finalmente logra poner un sonido de STOMP, con un fragmento de percusión en unos fregaderos metálicos semillenos de agua. 

—Hoy, el juego va a consistir en cinco sonidos de los cuales cada oyente debe indicar cual es el adjetivo correspondiente. Si os parece, este juego puede terminar con unas llamadas telefónicas al conductor de este programa, donde le explicáis las características de estos cinco caracteres o adjetivos sonoros que les daremos tanto por mi parte como por la vuestra. 

Tomo un poco de agua del vaso, generando otro pequeño silencio. 

—Si, al final, cuando intervenga desvelando estos adjetivos, estáis más de acuerdo con lo que yo proponga, yo me llevaría el premio. Si en cambio vosotros estáis más de acuerdo con los adjetivos y caracteres que habéis dado a la totalidad de los cinco sonidos, entonces yo deberé asumir que, desde el lado del oyente, sin ver ni conocer para nada el objeto en cuestión, quizás tenéis razón vosotros y esos son los adjetivos más indicados. 

—Recordad que cada uno de los cinco objetos debe tener un adjetivo distinto. Los cinco adjetivos que propongo son: abierto, ruidoso, airoso, cortante y superfluo. 

—Vamos a empezar el juego con un objeto del paisaje sonoro cotidiano que muchas veces me encuentro al alcance de la mano. 

Me saco del bolsillo un encendedor Zippo de gasolina, y lo enciendo con el clásico chasquido metálico que produce la tapa al abrirse. El encendido es ficticio, claro, puesto que en el estudio no está permitido encender fuego.  

—Recordad que este es el objeto número uno. Ahora pensad cuál de los cinco adjetivos le corresponde.  

Aprovecho para apuntar con mi lápiz Staedtler Noris algo en una hoja de papel.  

—Yo ya lo he apuntado en un papel delante de los presentes en el estudio, y al finalizar este juego, lo entregaré en mano al regidor del programa.  

Dejo pasar otros segundos en silencio. 

—Si no lo sabéis todavía, podéis esperar a conocer los restantes objetos, y calificarlos más adelante, o al finalizar. 

El técnico de sonido no quiere poner ninguna marca que pueda interpretarse como uno de los sonidos del Maestro, y opta por avanzar el potenciómetro deslizante para poner en emisión una música de suave cadencia. 

—El segundo objeto —continuó—, no es tan usual, pero estoy seguro que acertaréis el adjetivo. 

En la mano tengo una pelota profesional de golf, que dejo caer sobre la mesa del estudio, produciendo un fuerte impacto seguido de otros cada vez menores, y empieza a rodar por ella hasta detenerse finalmente por completo. 

El técnico de sonido ha tenido un sobresalto, pero continúa con la suave música. Mientras, yo realizo mis anotaciones en el papel. 

—Seguro que ha sido muy fácil. Recordad que los adjetivos son: abierto, ruidoso, airoso, cortante y superfluo. Si no lo sabéis ahora, lo dejáis para luego. 

Dejo otro instante sin hablar, que continúa aprovechando el técnico para emitir la música suave que evoluciona lentamente. 

—El tercer objeto es poco casual, pero muy sugerente. Haré tres intentos, y el válido es el tercero. Espero que se pueda escuchar perfectamente, ya que el sonido que va a emitir es muy suave, y confío que quede en la posición que yo quiero en la tercera tentativa. Pero menos preámbulos y más sonidos. 

Saco media nuez, y la dejo caer sobre la mesa. La nuez percute suavemente varias veces hasta descansar boca abajo, con un sonido mudo final.  Lo repitió, y la cáscara hace exactamente lo mismo. 

“Vamos bien. A ver si ahora tengo suerte y queda boca arriba”. 

Vuelvo a dejar caer la cáscara, y esta vez, ante la admiración de todos los presentes, después de oscilar en los pequeños impactos, queda hacia arriba rodando sobre sí misma en un sonido susurrante que va extinguiéndose lentamente. 

Anotó el adjetivo en el papel. 

En el estudio, el interlocutor y el técnico se miran entre sí a través del cristal separador. Habían visto protagonistas raros, pero este les gana a todos. 

Una llamada interrumpe la atención del técnico. 

—Le llamo para advertirles que el último sonido que producirá este personaje que se presenta como “maestro Roncador”, será su famoso ronquido. La magnitud sonora es tan elevada, que puede estropear sus equipos. Espero que lo tomen en consideración, porque a nosotros casi nos estropea los sistemas de vuelo de nuestro último vuelo a Londres.  

El técnico contrastó las referencias que le dieron los de seguridad de la BEA. No sabía qué hacer. Por una parte, estaba admirado con el montaje imaginativo del maestro, y por otra, sabía de su fama con los ruidosos ronquidos.  

Dudaba de los pasos a seguir. Si lo advertía al interlocutor, se terminaría este programa, que en este momento estaba consiguiendo un alto índice de audiencia. Pero si no decía nada, sería el responsable moral de los daños que se produjeran. Decidió esta última opción, y para protegerse activó una aplicación que limitaba los decibelios recibidos en todos los micrófonos de los estudios. 

Aún así el limitador solamente garantizaba un máximo de 110 decibelios. 

“No creo que sea capaz de superar este nivel”. Pensó el técnico.  

—El cuarto sonido proviene de algo que siempre llevamos encima.  

Saco una tarjeta de crédito de mi cartera, la aprieto con dos dedos en el canto de la mesa y, colocando el micrófono muy cerca, pulso el extremo libre. La tarjeta se pone a vibrar produciendo un sonido como de muelle, hasta amortiguarse por completo. 

Escribo algo en el papel. 

El técnico continuaba con sus dudas. Suponía que MR no alcanzaría ese valor de 110 decibelios. Se equivocó. 

Efectivamente, al llegar a la última pregunta, expuse: 

—La voz humana, cuando hablamos en conversación normal, puede alcanzar bastante nivel sonoro, cercano a los 60 decibelios a un metro de distancia. Pero cuando chillamos, podemos llegar fácilmente a los 90 decibelios. No les diré cuál puede ser el nivel expresado en decibelios que logro emitir con mis ronquidos, pero a ver qué adjetivo le ponen. 

Y cierro los ojos, me duermo y al poco empiezo a roncar desesperadamente, hasta alcanzar un nivel que supera los 120 dBA. Mi anfitrión se desmaya a mi lado. 

De nada sirve el filtro que el técnico había activado. El micrófono del estudio envió un voltaje eléctrico tan elevado que saturó el equipo principal. Por suerte, los fusibles funcionaron a tiempo, y la electrónica se salvó de milagro. De todos modos, el estudio queda a obscuras debido a la sobretensión. 

Las luces de emergencia se activan, y todas las señales de salida indican a los presentes la única opción. 

En el silencio que sigue a este momento, el técnico ya se ve de patitas en la calle, pero no se arrepiente. 

Al día siguiente, los periódicos señalan como noticia de portada el corte de luz que sufrió la BBC en el momento de máxima audiencia. El Sunday Post subraya la extrañeza de interrumpir la emisión en el instante de alcanzar el máximo share de oyentes. 

Ya con luz eléctrica, una mano va recogiendo papeles y retirando vasos del estudio. Entre ellos está el papel del maestro con los objetos anotados y totalmente vacío de adjetivos. 

 

Maestro roncador 

Experto en psicoacústica y aprendiz de lo que sea menester. 

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