Almudena me dejó de hablar por no saber andar en patines. Vivía muy cerca de la escuela, en la Colonia del Valle. Una casa divina, estilo neocolonial. La madera perfectamente pulida de los pisos hacía que cada paso resonara en alguna parte de la casa; la escalera en el centro dividía el área del comedor y la sala mientras que la cocina quedaba justo por detrás de los diecisiete escalones tapizados con alfombra roja en el centro.
Ella era la pequeña de otras dos hermanas que rondaban la pubertad, todas de ojos azules, pecas y pelo dorado, muy parecidas a mis muñecas de grandes pestañas que sentadas o acostadas se mantenían despiertas o dormidas.
Éramos las mejores amigas en tercero de primaria. Las mejores. Inseparables diría yo. Ella de vainilla y yo de chocolate; ella espigada, yo regordeta; ella deportista y yo sedentaria, sin embargo, nada de eso importó hasta el día que me invitó a jugar a su casa y conocí a sus hermanas.
- ¿Y tus patines? — me preguntó al tiempo que las hermanas y las amigas de ellas detuvieron su marcha sobre ruedas y me miraron de pies a cabeza.
- No traje, los olvidé —respondí avergonzada.
La verdad era que no tenía patines y tampoco sabía andar en ellos. Mamá no me lo dijo, pensó que al no llevarlos habría otras opciones de juego como las muñecas, el resorte o el Stop; no contaba con que se trataba de la celebración de cumpleaños de una de las hermanas de Almudena y ésta quiso celebrarla en patines.
—Sin patines no hay fiesta —dijo la hermana de en medio en tono burlesco.
En lo que Almudena buscaba los patines viejos en el clóset de su recámara llamó mi atención el encino que sobresalía por su ventana. Caminé hacia allá entre los rechinidos de la madera y descubrí un jardín del tamaño de mi casa con una casita de madera a escala. Animada por los juegos que podríamos improvisar en lugar de andar en patines dentro de la casa me atreví a decir la verdad.
- No se andar en patines.
Las otras niñas habían subido y patinaban por el pasillo en “U” de la planta alta.
- Almudena, ¿por qué tardan tanto?
- Mónica no sabe patinar —respondió a su hermana mayor.
Las cuatro niñas pusieron los ojos en blanco y bajaron las escaleras con destreza.
- ¡Inténtalo!, ¡vamos! —me alentó Almudena varias veces, las mismas que me mantuve aferrada al dintel de la puerta.
- ¡Almuuu! —gritaban sus hermanas impacientes.
- Nos vemos abajo, es el cumpleaños de mi hermana y ella quiere patinar— respondió enojada.
Una vez abajo, Almudena volvió a insistirme que lo intentara más moría de miedo y vergüenza. No me quedé a comer, mucho menos al pastel, llamé a mi madre para que fuera por mí y me senté en las escaleras a esperarla mientras las niñas pasaban divertidas una y otra vez por delante de mí.
El lunes siguiente me dejó de hablar no sin antes regar el chisme en el salón de lo grosera que fui y lo tonta que era por no saber patinar.
Terminó yéndose con el grupo al que perteneció hasta la secundaria: las Marianas, Begoña, Susana, Cristina, Covadonga e Inés. Todas de familia española y todas, honrando con su nombre el catolicismo o a la monarquía.
Ayer que visité La Catedral de la Almudena recordé ese pasaje de mi vida que duró años poder superarlo porque Almudena, la niña dulce y callada que conocí a los ocho años, se convirtió en una chica altanera, preciosa y orgullosa que nunca me perdonó el hecho de ponerla en ridículo frente a sus hermanas por no saber patinar.