Viví veinticuatro años en una calle con nombre de árbol, el mismo con el que, según la Biblia, se construyó el primer templo de Jerusalén. De nuestro lado, donde están las casas con números impares vivía una familia de españoles conformada por los abuelos, el hijo mayor, la esposa de éste y tres hijos.
Se decía que los Españoles, como los llamábamos entre los vecinos, salieron huyendo de su país en los tiempos de la Guerra Civil y terminaron echando raíces en el fraccionamiento a principios de los setenta.
Durante nueve años esperé el autobús escolar en la esquina de su casa en punto de las seis con cuarenta minutos. Por el hueco de una de sus jardineras alcanzaba a distinguir una luz amarillenta, el ruido de una licuadora y el aroma a pan tostado. Jamás una voz, un grito, un cuchicheo.
Eran discretos, educados y ante mis ojos infantiles, distinguidos. Usaban boinas, sacos, perlas y vestidos de holanes hasta para tirar la basura. Su único pesar, al menos el que sabíamos, era la hija que partió a España para estudiar el bachillerato y decidió no volver.
A Los Españoles le seguía otra familia exiliada por conflictos políticos bautizada como la cada de La Japonesa, sus integrantes por supuesto, del país del sol naciente.
A diferencia de los Españoles, la Japonesa era una familia estridente por decir lo menos. Los conflictos entre los cinco integrantes eran del dominio público pues por alguna razón, acostumbraban a discutir en el patio, en la banqueta o en la cocina.
Para nosotros era como escuchar una película de Bruce Lee a todo volumen, desconocíamos el idioma mas aprendimos a distinguir las voces entre contienda y contienda: mamá e hija, papá y mamá, hijo y mamá, hermana y hermana, hermano y hermana mayor. La vecina del 42 a la que bautizaríamos como La Bruja del 71 varios años y varias traiciones después, nos ponía al tanto de la situación desde su ventana privilegiada de enfrente.
La casa de la Japonesa era de rejas blancas y de ventanas y puertas abiertas por donde se escapaba el olor a ajo durante la comida. Si por curiosidad se te ocurría mirar al paso, la señora estaba lista para soltar una perorata oriental que nos hacía correr e incluso cruzar la banqueta con el temor de que su poder samurái no nos partiera en dos.
En una de las vacaciones dejaron a la hija mayor al cuidado de la casa y ésta aprovechó para armar una fiesta que duró días.
De acuerdo con La Bruja del 71 hubo sexo comunitario y violento en la recámara de sus padres, cierto o no, lo que fue un hecho es que cuando la familia regresó se topó con la casa vacía y una hija amarrada, golpeada y gritando histérica que la habían violado y robado.
La Japonesa tocó el timbre casa por casa preguntando -en un pésimo español- si no habíamos visto algo que pudiera ayudar a atrapar a los responsables. Mis papás, así como otros vecinos, le contaron sobre la fiesta, los bikinis y los shorts en el patio, los coches mal estacionados, las cajuelas con el microondas y los televisores . . . la Bruja del 71, despepitó todo lo demás.
Entre la Japonesa y nosotros vivían Marielena y su mamá. Era una mujer cercana a los treinta años y recientemente divorciada. Con el hermano viviendo fuera de la Ciudad de México, se convirtió en el único soporte de su madre, una señora de cabello de algodón de azúcar, manicura impecable y labios pintados de rojo sangre.
El papá de Marielena les había heredado millones de millones a la esposa y a los hijos, tanto como para que no tuvieran que trabajar por el resto de sus vidas. De este modo, su rutina era sencilla: desayunar en Perisur, ir al gimnasio, comer en algún Sanborns, jugar canasta y viajar.
Para Marielena y su mamá todo aquel que no tuviera la piel blanquísima era indigno de pisar la misma banqueta que ellas; así que, a la menor provocación, buscaban la manera de hacernos la vida imposible. Patrullas, demandas y constantes alegatas por el árbol, por las fiestas, etc. En el fondo, lo sabíamos bien, se trataba de lo café de nuestra piel y de que no hubiera una profesión que antecediera el nombre de mi padre.
Una noche, poco después de cenar, sonó el timbre. La mamá de Marielena suplicaba por ayuda pues el novio militar de su hija la estaba ahorcando en la sala de su casa. Papá no lo pensó dos veces; tomó su arma, su placa que lo acreditaba como Policía Judicial y cruzó la puerta de la casa de al lado para salvar a la vecina de su novio abusador.