En días pasados tuve una crisis de ansiedad brutal, lloré durante días, le llamé a mamá buscando consuelo, grité en el auto, golpeé lo que pude y terminé con una masajista por contracturas en espalda y cuello.
¿La causa? Fui estafada por una seudoasesora financiera y perdí los ahorros de año y medio (inserte aquí el audio de Tiktok con la voz de Silvia Pasquel, mis ahorros, ay, mis ahorros).
Esa misma semana hablé por teléfono con D, su laptop había muerto intempestivamente y, con ella, una revista en la que había trabajado por meses; repararla le salía lo mismo que surtir la receta del medicamento que el IMSS no tuvo y la salud iba por delante. Ambos nos quejábamos de nuestra mala racha económica mientras hacíamos números de cuánto dinero necesitábamos para nuestra residencia en Tepoztlán.
La falta de dinero es parte de nuestro trabajo como escritores, me dijo D en un tono resuelto. Me recordó el reciente libro de Olivia Teroba, Dinero y Escritura (Sexto Piso, 2024) y el cuento de Mis embargos de Jorge Ibargüengoitia (La ley de Herodes y otros cuentos, 1967)
A Olivia, ensayista y cuentista tlaxcalteca, la conocí en la primavera de este año y tuve la oportunidad de recibir el libro de su mano en una librería de la CDMX durante el verano. De Jorge, en cambio, no sabía nada desde mi juventud.
D me compartió el cuento vía Whatsapp no sin antes decirme que para mala suerte la del escritor guanajuatense: morir en un accidente de avión ¿te imaginas?
El sarcasmo con el que Ibargüengoitia escribe sobre su propia tragedia me hizo sentir menos rabia sobre la mía. En 1957 lo embaucaron con un préstamo hipotecario con la intención de que éste le fuera impagable y doña Amalia de Cándamo y Begonia -una señora en sus cincuentas, viuda y de buena pierna- se quedara con su casa.
En mi rostro se notaba la imbecilidad en materia económica, que es propia de los artistas, y la solvencia moral propia de la “gente decente”.
Así me sentía yo, una imbécil por confiar mi dinero mes con mes a una excompañera de trabajo que se las da de asesora financiera en redes sociales. Mi madre y una amiga me sugirieron mentarle la madre por teléfono, “quemarla en redes”, demandarla.
La verdad, hace falta considerable energía y de la mala para ello y yo quise verme como una imbécil, sí, pero una imbécil decente.
Confío que, como al también escritor de Las Muertas (1977), me toque la buena suerte de algún premio de escritura que me devuelva lo perdido, mas no así la de morir en un accidente de avión.
Sobre los premios, explica Olivia en su libro que, para una amiga escritora, ganar un concurso más que una satisfacción personal es la oportunidad para saldar sus deudas. Al respecto, Miss P., siempre que nos escucha quejarnos de nuestro tiempo real para escribir, levanta los ánimos diciéndonos que nuestra profesión, abogados, arquitectos, maestros, etc., le da de comer al escritor o escritora que existe en nosotros y debemos ser agradecidos con éstos.
La amiga escritora de Olivia, en cambio, apuesta por el freelance: talleres de escritura, colaboración en revistas, trabajos editoriales, ghostwriting que, o bien son mal remunerados o se pagan meses posteriores a la entrega. Ella prefiere escribir desde la deuda para tener tiempo libre de escribir lo suyo.
¿Lo hay?, es decir, ¿cuánto tiempo libre queda después de procurar un techo, alimento y una casa limpia, mes con mes, año tras año?
En mi caso, diría una famosa canción de Silvio Rodríguez, no es lo mismo, pero es igual.
Una pregunta constante es por qué con 45 años tengo apenas un libro, la respuesta, aunque para mí es obvia, tengo que justificarla para acreditarme como escritora.
Porque decidí maternar, encargarme de una casa, de la crianza de dos hijos, de asistir a juntas escolares, a festivales, llevarlos al doctor; porque decidí mudarme tres veces para que mi marido alcanzara sus sueños; porque queríamos una casa propia, un coche, un perro (ahora son tres) y vacaciones.
Porque una mujer que termina haciendo malabares entre profesión, matrimonio e hijos, termina porque uno o dos o tres de estos se le caigan de las manos.
Ahora que mis hijos son adolescentes y el dinero alcanza lo suficiente, puedo darme el lujo – porque en la sociedad en la que vivimos, sugiere Olivia, escribir es más un ocio que una profesión- de sentarme a escribir antes de ser necesitada como ama de casa.
A ese lujo, a esa suerte, a la señora que soy y a la costumbre heredada entre mujeres que se dedican al hogar, le debo el poder solventar las dos semanas que estaré escribiendo y atendiendo clases en Tepoztlán, pues, si bien perdí miles de pesos en una inversión que nunca fue tal, recibiré una tanda en enero que cubrirá el hospedaje y la alimentación de la Escritora que soy.
Gracias D, gracias, Jorge y gracias Olivia por hacerme sentir acompañada en momentos donde el Señor Dinero intenta robarle protagonismo a la Señora Escritura.