Todos tenemos nuestros ratos libres a diario, no lo nieguen. Una caminata de 20 minutos, el tráfico de las horas pico, una cita que no llega puntual e incluso una cena sola con tu soledad. Esos pequeños instantes muertos cobran vida sí, con un audiolibro, porque escuchar libros, también es leer.
En esos momentos, cuatro horas en total, tuve una cita a ciegas, un autor del que sólo me era familiar su apellido: Benito Taibo. Durante el primer capítulo de Cuatro Veranos (Planeta, 2023) me la pasé juzgando su adolescencia privilegiada. Nacer en cuna de oro, diría mi papá, un Taibo, por supuesto, quién no sino un Taibo puede darse el lujo de escribir sobre sus cuatro periodos vacacionales que, más allá de trascendentales, son el tipo de anécdotas que te mantienen entretenido en una cena entre amigos. Suerte de él que además le pagan por ello.
Pensé varias veces en abandonar el libro. Por un lado, mi mochila de prejuicios envidiosos (no tengo nada contra la familia Taibo, aunque no es lo mismo ser una Martínez de Oriental, Puebla, que de un Taibo de Gijón, España) y, por el otro, su prosa burlona rematada con chistes bobos. Era obvio, hasta cierto punto, Benito Taibo, hablando de Benito el adolescente y su primer verano lejos de sus padres en Baja California Sur.
¿Qué tanto pesa un apellido? Ser hijo de, hermana de. Vámonos a ejemplos que todos los hipócritas lectores conocemos, los Fernández, hablo de Chente y Alejandro, Verónica y Cristian Castro y no se diga José José y sus retoños que seguirán viviendo del papá sin apellido que llegó a ser un príncipe. En eso pensaba cuando llegué al segundo verano, en Texas y empezó la conexión entre lectora-escritor.
Los papás de Benito como otros tantos papás (me incluyo) y la obsesión de que los hijos aprendan inglés. Ahí es donde Taibo acepta ser un enfermo de la poesía, la música, el cine. Su sentido del humor se afina y me va sacando sonrisas de vez en cuando. ¿Quién no tuvo esa faceta en su vida? Mis hijos la atraviesan mientras escribo estas líneas, el rap, pelis de terror y su sentido del humor tan pícaro como el mío. Yo con gustos menos finos que el autor, digamos que mientras él recitaba a Quevedo o escuchaba a los Rolling Stones, yo me cortaba las venas con Benedetti y Caifanes.
Un tercer verano en Gijón, recién terminada la dictadura. Una España y un Benito de bares, cañas y amores. De ahí un tremendo salto al último de los veranos, el 2020, uno que nadie olvidará, el año del encierro.
La Pandemia.
Benito habla del inicio de aquel verano ya en su sexta década de vida, el hastío de ver las horas correr, la amistad con Netflix y Alexa, sus inseparables. Sin embargo, Taibo encuentra una manera de fugarse de su casa en la CDMX, de recorrer mares, cuevas o selvas. El escape perfecto sin riesgo de contagio, la lectura.
Ahora que lo pienso, Taibo y yo tenemos más en común de lo que hubiera imaginado. Somos lectores, soñadores, nos gusta el blues, el aire libre y los pequeños detalles de la rutina. Benito Taibo y Mónica Martínez hemos querido cobrar venganza por nuestros ancestros y alguna vez nos leyeron la mano por curiosidad, él tuvo más suerte, yo sigo esperando mi viaje por todo el mundo.
Buen libro Benito, le diría si pudiera estrechar su mano. Mientras eso ocurre, lo pondré en ese lado de mi cerebro dedicado a los Benitos que conozco, Benito Bodoque, Benito Mussolini y Benito Cerati. ¡Hasta la próxima!