Iría en segundo de primaria cuando la maestra nos preguntó ¿a qué se dedicaba nuestro padre?, esto para explicar la diferencia entre oficio y profesión. Una a una de mis compañeras se levantó del pupitre y dijo con cierto orgullo que su papá era médico; le siguió la de apellido francés, abogado como todos los porte petit de la familia. Después hubo contadores, ingenieros, maestros. Tocó mi turno, me puse de pie con cierta duda y acomodé mi delantal a cuadros azul y blanco para ganar tiempo ¿a qué?, no lo sabía, aunque intuía que mi respuesta descolocaría a varias de mis compañeras. Mi papá vende vidrios, solté y me torcí los dedos. ¿Los hace?, ¿tiene una fábrica? inquirió la maestra. No, los vende, cambia los vidrios rotos de los autos por nuevos. ¡Ese es un oficio! dijo la maestra con algarabía, el papá de Mónica Martínez es comerciante.
Muchos años después me topé con las mismas preguntas en aquel verano que viví en Vancouver. Ella, la maestra de familia inglesa, oronda y blanca como la espuma de mi capuchino de las mañanas, estuvo becada un semestre en la UDLA, be-ca-da y yo, de sangre azteca y achocolatada, pagaba mes a mes mi estancia en Su país. ¿Cómo?
Todavía hoy, vecinos o conocidos creen que el changarro de papá en el oriente de la CDMX es la fachada de algún negocio de la mafia o el lavado de dinero. Es curioso cómo levanta tanto misterio lo que haces para vivir. A mí me dicen Maestra desde que llegué a vivir a Zacatlán, ¿por qué? porque en el estereotipo del pueblo, las mujeres “arregladas” y que no l levan bata blanca, son maestras.
A Juan Villoro le pasaba algo similar con su padre, Luis Villoro. En su más reciente libro, La figura del mundo (Penguin Random House, 2023), narra con esa prosa detallada y audaz que lo caracteriza, las vivencias de su infancia a la adultez teniendo un papá filósofo. Menciona que, mientras los papás de sus amigos del colegio tenían profesiones bien conocidas, decir en cada oportunidad que su papá se dedicaba a “darle sentido a la vida” implicaba conjeturas como ser hijo de un borracho de cantina. Borracho y arrepentido.
“Los intelectuales no deberían tener hijos”, así decidió comenzar la historia el también periodista. No es como tal un pensamiento propio del escritor y, sin embargo, sirve de preámbulo para explicar lo que es tener a un padre absorto en sus pensamientos. Lo que pasó con Luis Villoro, quiero entenderlo así, es lo que hoy conocemos como hiperfoco: atender exclusivamente y por largos periodos de tiempo lo que te es de vital importancia. Todo lo demás, es fácilmente desechable. Fue feliz en el internado de Bélgica, donde estudió después de la muerte de su padre, y lo hubiese sido en cualquier sitio donde lo dejaran pensar en paz.
Lo que siempre me ha gustado de Villoro es lo accesible de su persona y de su pensamiento. Estando en las altas esferas intelectuales entabla conversaciones de interés lo mismo con chicos universitarios, en alguna modesta presentación de libro o en algún evento del Colegio Nacional de México, del que es miembro al igual que su padre.
Es tal su talento para enriquecer sus historias con referencias, datos o estudios que, apenas vas por el prólogo y ya habló de procesos mentales, anticonceptivos, ensayos filósofos y charlas entre amigos escritores. Como buen dramaturgo, sabe que una escena no sólo se compone de los personajes, también del escenario y la atmósfera que los envuelve. Es por ello que los acontecimientos históricos como Tlatelolco, Los Juegos Olímpicos o el EZLN juegan un papel importante en este híbrido de ensayo-novela-autobiografía.
Como hijo, Juan recuerda al padre, echado largas horas sobre el sofá de la sala sin que se le pueda molestar. Lo recuerda también —ya separado de su madre— echado largas horas sobre el sofá de su exesposa. Y lo recuerda a través de la memoria de sus tíos, en la misma actitud: siempre solitario, absorto del exterior y parco con la familia.
Sin embargo, padre e hijo encuentran una conexión: el deporte, específicamente el futbol, porque así de noble es el balón pie, permite la cercanía y el desboque; la pertenencia y el deseo; la esperanza y la desilusión. Ahora que lo pienso, queridos Hipócritas Lectores, eso es La figura del mundo, no el futbol, es el cúmulo de emociones que existen con quienes nos vieron nacer.
Villoro me inspiró a entender a mi padre, a ser más amable conmigo respecto a lo que soy, consecuencia de mi atípica relación con él. Me motivó a retomar la filosofía como guía espiritual. Ratificó lo que siempre creí sobre Elena Garro y Elena Poniatowska. Me hizo reír, llorar y autoevaluarme como madre de un chico adolescente al que el mundo le ha dolido desde que vio la luz y que hoy, mientras comía su espagueti, me dijo en ese tono peculiar de todo filósofo “Ma, a este mundo yo no vine a pensar, vine a crear”.