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jueves, noviembre 21, 2024

El buen Mario

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Cuando dos aviones se estrellaron en las Torres Gemelas y uno más en el Pentágono, Mario tenía ocho meses de nacido y yo estudiaba la universidad. Mario quiero imaginar, dormía la siesta después de ser amamantado amorosamente. A él no tenía por qué preocuparle el mundo, no conocía el odio, la avaricia, mucho menos la violencia. Imagino su cuerpo de bebé blanquísimo, las mejillas rosadas, el pelo castaño anunciando los primeros chinos, sonriendo juguetón con sus ojos pequeños y dulces, ante la mirada atenta y orgullosa de unos padres amorosos.   

Nuestras vidas coincidieron en aquel año incierto de pandemia; ambos encontramos en el teatro el escaparate ideal para nuestros problemas existenciales: él, como buen adolescente rebelde, había dejado la escuela, tiñó su pelo de güero y eligió el negro como su color favorito. Yo, atravesaba una depresión de la mediana edad y buscaba retomar mis sueños después de varios años dedicados a la maternidad. 

A Mario lo recuerdo usando su fuerza y estatura para montar un escenario en medio del bosque; su porte le permitió ser un príncipe azul; su ingenio y desparpajo hizo reír a varios cuando personificó un arcángel homosexual y su chispa natural brilló en un vikingo torpe.  

Mario, “el buen Mario” como lo llamaba nuestro productor, tenía el entusiasmo de hacer mejor este mundo y siempre estaba dispuesto a ayudar. Le buscó hogar a perros y gatos en situación de calle y fue de los principales detractores cuando se intentó llevar corridas de toros a Zacatlán.  

Era común encontrarnos y saludarnos con cariño, confieso que varias veces sentí envidia de verlo caminar sin prisas bajo la lluvia, el sol o el frio, como si las botas darks y su inseparable mochila negra a la espalda, le sirvieran de escudo para sortear cualquier adversidad. 

La noticia de su muerte, este 11 de septiembre, me tomó por sorpresa mientras perdía el tiempo en las redes sociales, sentí la misma incredulidad de cuando vi por televisión la ciudad de Nueva York teñida de humo gris. Igualmente que, en aquel entonces, el tiempo se detuvo y mi corazón se aceleró, vi su foto tantas veces como la repetición del avión chocando la primera torre. Quería encontrar el error, la broma de mal gusto, regresar en el tiempo y evitar la desgracia. 

Mi mano derecha sostuvo el amuleto que cuelga del pecho con la esperanza de que se tratara de un homónimo, algún Mario Garrido de otro planeta, algún otro Mario con alguna enfermedad terminal, un Mario de 120 años con el cuerpo cansado. 

Finalmente, me armé de valor y envié el mensaje: ¿es Mario, nuestro Mario?  

Desde entonces mi corazón estuvo enojado, ¿por qué personas inocentes mueren a manos de seres despiadados? Pero Mario, generoso como siempre, no quiso dejarme con rencores y me visitó en sueños. 

Lo vi arriba del escenario tocando en una banda de rock frente a decenas de jóvenes, sostenía una guitarra y se movía de un lado a otro con fuerza, como todo un rockstar.  

Su sonrisa me hizo saber que está bien, que ya hizo amigos, que ya organizó a la gente, que es líder, que su luz no se apagó, sólo está brillando en un lugar más seguro donde no existe el miedo ni la injusticia.  

¡Gracias, Mario! La próxima caminata bajo la lluvia, el sol o el frío, va por ti. 

¡Hasta siempre, amigo! 

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