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viernes, septiembre 13, 2024

La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos

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En estos días, la muerte me ha pasado rozando.

El gran poeta Rubén Bonifaz Nuño decía en sus últimas entrevistas —casi ciego, muy enfermo— que traía a la calaca detrás suyo.

“Ahora mismo que estamos hablando la traigo atrás de mí. Volteo y la veo”, juraba.

No es mi caso, pero sí es mi caso.

Hace unos días, un jueves, murió don Alberto Jiménez Morales.

Nueve días después, un sábado, falleció don César Musalem.

Dos días después, un lunes, murieron como de rayo don Santiago Ramírez y Paty Grajeda.

Los cuatro, ufff, enormes amigos.

Pese a que el tiempo se interpuso entre nosotros —el tiempo siempre tiene prisa—, la amistad, el cariño y la admiración siempre estuvieron presentes.

Nunca se desvanecieron.

Hace unos días también fallecieron en un accidente carretero dos personajes a quienes sólo conocí a la distancia: los activistas Julias Salas y Omar Jiménez.

Sobre ello escribió recientemente Jorge Hernández Aguilera en su columna de Hipócrita Lector.

Cito un fragmento:

“Julia perdió la vida junto con Omar Jiménez (un auténtico luchador social) defensor del derecho humano al agua. Venían (…) de un foro en Teziutlán, en el que trataron el tema de la escasez del agua. El impredecible destino nos los arrebató después de un estruendoso accidente automovilístico.

“Tanto Julia como Omar eran unos militantes ejemplares; siempre prestos a apoyar en las distintas tareas que surgen desde el movimiento social, y en las que el partido suele estar ausente.

“Julia me acompañó a mí, todo el año 2019, sin pedir nada.

“Sólo pedía, a cambio, trabajar por el cambio.

“Me pregunto internamente: a los grandes militantes —como Julia y como Omar— que trabajan por el movimiento, sin pedir nada a cambio. ¿Qué les da el partido?”.

Hasta aquí la cita.

La vida es injusta.

Mezquina.

Después de su muerte cambiamos de conversación.

Algún día, alguien recordará el primer aniversario luctuoso, y también cambiará de tema.

Y así, hasta que el olvido se vuelva costumbre.

Poco antes de la muerte de don Santiago Ramírez —un sabio profesor indígena que era una autoridad en el Calendario Azteca— quise ir a verlo a su humilde morada (en la sierra norte de Puebla) para comer con él y conversar largamente.

Mi estúpida forma de llevar el tiempo —a contrapelo de los sabios como él— impidió que ese encuentro se diera.

Ahora que murió, lamento no haber acudido a su morada.

Vuelvo al tema de los muertos recientes.

Tantas ausencias juntas —en tan pocos días— son demasiadas.

Voy saliendo de una pena cuando la otra ya está tocando la ventana.

Eso me hizo escribir hace unos días en Facebook estas líneas:

Me temo que me estoy convirtiendo en algo parecido a un cronista necrológico: un cronista que anuncia las muchas muertes recientes de personas muy queridas.

Apelo a la generosidad del respetable público.

Sólo espero no anunciar mi propia muerte en este espacio.

Nota Bene: El título de esta columna es un poema de Roberto Bolaño.

 

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