Mario Vargas Llosa se levantaba todos los días a las 5:30 de la mañana.
Tras prepararse un café y ver cómo se acostaba su esposa —la hermosa filipina Isabel Preysler—, el escritor se sentaba ante el ordenador y escribía de 6 a 8 de la mañana: la mejor hora para tundir las teclas.
A esa hora —dijo en varias entrevistas—, todo está en silencio.
En efecto: su mujer —una de las más bellas que ha cruzado por España— apenas se estaba preparando para dormir.
Y no es que viniera de la fiesta.
Se desvelaba hablando por teléfono con todos sus hijos: los que viven en Miami, los que viven en España y los que viven en Bruselas.
Tiene tantos hijos como uñas.
Tres, con el cantante y compositor Julio Iglesias.
Una, con Carlos Falcó: un empresario experto en vinos y gastronomía con decenas de títulos nobiliarios.
Y una más con Miguel Boyer: un economista que fue miembro del primer gabinete de Felipe González en la España de la movida y el renacimiento.
Hablaba, pues, toda la noche.
Y se dormía cuando Vargas Llosa despertaba.
La maldita duda mata:
¿A qué hora se hacía el amor en la exclusiva mansión de Puerta de Hierro?
Es un misterio.
La filipina se despertaba al filo de las dos de la tarde, se metía en la tina para su baño de espuma, se ponía los polvos de arroz en las axilas, los supositorios con olor a fresa, el talco para los pies pequeños.
Y cantaba mientras preparaba sus carnes y miraba en el espejo la cicatriz de un parto no deseado, la inevitable celulitis en la nalga derecha, la piel de naranja extendiéndose peligrosamente.
El ritual concluía cuando ella se untaba el extracto de centella asiática y se metía en unas medias negras que mitigaban la imagen.
¿Qué hora era para entonces?
Las tres y media de la tarde.
Hora de comer en Casa Salesas, el restaurante de su yerno Íñigo Onieva, esposo de Tamara Falcó Preysler.
Vargas Llosa se tomaba su Manzanilla de rigor y alguno de los vinos de la casa, mientras la señora Preysler flotaba en su belleza.
Y cuando ella quería fiesta, el señor escritor estaba muerto de cansancio.
Y optaba por retirarse a sus habitaciones.
Así, todos los días.
Vargas Llosa empezaba a roncar y a babear cuando ella apenas iniciaba su ronda nocturna.
Qué difícil haber sido Vargas Llosa ante una mujer como la filipina.
Y a eso hay que agregar los 80 mil euros que el autor de “Conversación en la catedral” tenía que entregarle cada mes para pagar el lujo de ser parte de esa corte.