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jueves, octubre 17, 2024

Esta es la columna más asquerosa que leerás hoy

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Antes de ser detenido, Arturo Márquez, originario de Zacatlán, había subido a un vuelo que lo llevaría a China.

No iba solo.

Tampoco buscaba escapar de la justicia.

Su viaje era lo que se dice de negocios, una vez que había convencido a varios empresarios —de la Ciudad de México, Puebla y Quintana Roo— de invertir en paneles solares y energías limpias.

¿Cómo los convenció?

Asegurándoles que era parte del grupo compacto de Alejandro Armenta, gobernador electo, cosa que era una absoluta mentira.

Pero los empresarios no lo sabían, y por eso habían aceptado viajar con él a China para cerrar el supuesto lucrativo negocio.

Todos, pues, abordaron el avión entre risas, abrazos y promesas que resultaron incumplidas.

Hasta su lugar en la zona VIP llegó una azafata de rostro descompuesto.

—Señor Márquez —le dijo—, tiene usted que salir del avión porque lo están esperando varios agentes ministeriales y de Migración.

En efecto: estaba detenido por diversas irregularidades relacionadas con el municipio de Puerto Morelos, Quintana Roo.

Con los nervios de punta, Arturo Márquez escuchó los cargos al tiempo que los incautos empresarios empezaron a conocer la trama macabra.

Pero esto no es todo.

Si el hipócrita lector tiene paciencia, en mi siguiente columna le compartiré la historia.

 

 

Felipe Calderón y su mueca estúpida. Felipe Calderón es el mejor ejemplo del político simulador —el que miente, sabe que miente, miente encarnizadamente—, y lo hace con un cinismo puntual.

En una entrevista reciente con Ciro Gómez Leyva, el panista vergonzante que fue presidente de México insiste en que no sabía quién era Genaro García Luna, el “Monstruo de la Romero Rubio” (modesta colonia de la Ciudad de México en la que nació y creció).

En esos años adolescentes —al decir del periodista Francisco Cruz— era dueño de apodos infamantes: “Chango”, “Tartamudo”, “Güero de Michoacán”, “Metralla” y, con el tiempo, “Diablo Azul”.

Fue un pandillero juvenil y “madrina” de la Policía Judicial, pese a ser tartamudo.

Dos machos lo custodiaban siempre para defenderlo de las burlas: Luis Cárdenas Palomino y Ramón Pequeño.

Ambos fueron altos mandos policiacos con García Luna y Calderón, ambos se corrompieron absolutamente, y hoy a ambos los quiere en el petate (para darles con el metate) la fiera justicia estadunidense.

El primero está en una cárcel mexicana.

El segundo (el más pequeño de los tres), anda más prófugo que el hambre.

¿Quién le puede creer a Calderón que no sabía qué clase de chancho era su subalterno?

Sólo Javier Lozano Alarcón, a quien su reputación lo precede.

En la entrevista con Gómez Leyva, Calderón miente con una mueca que parece sonrisa —ésa que suelen desarrollar los políticos mentirosos—: una sonrisa burlona que simula ser una mueca de dolor.

El juez que condenó a su cómplice —Brian Cogan— describió a éste impecablemente, con cierta elegancia maligna:

“Hay personas que pueden vestir muy bien, tener buenos modales, pero eso no implica que al mismo tiempo sean capaces de hacer cosas horribles.

“Usted dice aquí que tiene más de 30 premios. Algunos dicen que fue Policía del Año. Pero, señor, esto no hace más que confirmar que ésa es sólo una de sus dos vidas. Es su cortina de humo. Es lo que aprovechó para facilitar todos los otros crímenes horribles.

“Usted dice que respeta la ley. Estoy seguro de que si le pongo el polígrafo enfrente, usted lo va a pasar. Porque usted mismo se ha creído su historia. Pero es una de sus dos caras. La otra, la responsable de los delitos, existe”.

(El colofón fue igualmente brutal. Cogan dijo que le daba 38 años de prisión para dejarle una luz al final del túnel. Y es que pudo obsequiarle 150 años de cárcel).

Calderón miente como ha mentido siempre.

Es un experto en la mentira.

Y a cada pregunta de Ciro Gómez Leyva, se va por peteneras: con una oratoria leguleya que termina por no decir nada.

El expresidente francés Nicolás Zarkozy —cuyo único mérito fue casarse con la hermosa Carla Bruni— lo definió muy bien en sus memorias publicada el año pasado: “García Luna dictaba su voluntad a Calderón. (…) La relación de fuerza entre ambos hombres estaba invertida: era el ministro (el secretario) quien dictaba su voluntad al Presidente, y no al revés. Yo no conocía el motivo de aquella extraña situación, pero ahora podría calibrar su alcance”.

Y lo dice un expresidente que está acusado de corrupción en su país.

(Ya sin su Carla Bruni).

 

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