Cuando el escritor y traductor José María Pérez Gay empezó a perder su cerebro, se refugió en una palabra que repetía una y otra vez ante cualquier pregunta: “complicado”.
Antes de que entrara en receso su “telar encantado” —así ha llamado Bruno Estañol al cerebro—, el autor de “El imperio perdido” decía algo más estructurado todavía: “Qué caso más complicado”.
(No estamos hablando de un personaje sin estudios, sino de un brillante intelectual que tradujo en su momento a una docena de filósofos, novelistas y poetas de origen alemán).
En pocas palabras, Pérez Gay pasó de ser el hombre de mundo con credenciales de embajador (fue asesor en temas internacionales de López Obrador) al hombre postrado en una silla de ruedas metido en un silencio brutal, como son los silencios de los enfermos.
La frase de Pérez Gay la traigo en la cabeza desde que leí el hermoso libro que otro Pérez Gay —Rafael— escribió sobre su tragedia: “El cerebro de mi hermano”.
Cuando alguien se enferma, se enferma la familia entera.
El padre de mi querido Nacho Juárez —don Ignacio Juárez Papaqui— fue víctima de una enfermedad silenciosa que avanza todos los días tanto en los cuerpos sanos como en los que no lo son: la diabetes.
Después de la cocaína, dicen los médicos, el azúcar es la droga más adictiva del mundo.
Está en todos lados —en los restaurantes, en los Oxxos, en las mesas de las casas—, y es absolutamente legal.
No sé de nadie que haya sido detenido por ir a comprar a Wallmart cinco kilos de azúcar o por ponerle tres cucharillas de la misma a su café en un Vips.
Es un droga no solamente tolerada, sino inducida.
Y no hay política de salud capaz de inhibirla.
La razón es simple: su prohibición no es negocio.
Don Ignacio, pues, fue víctima de la diabetes y se enfermó.
Y toda la familia se enfermó con él.
De repente, Nacho me ponía al tanto de sus males.
Por otras personas me enteré que se metió de lleno en todos los aspectos para salvar al hombre que le dio la vida.
Y con él fue sufriendo las diversas etapas de la enfermedad.
La crisis no tardó en llegar —una de las crisis, mejor dicho—, y ahí estuvo Nacho para enfrentarla.
Siempre al lado de su padre.
Luego ocurrió algo que tarde o temprano nos sucede a todos: se volvió padre de su padre.
Y en esa condición caminaron de la mano durante algún tiempo.
En este periodo final, Nacho me habló largamente de los silencios de su padre.
(No hay silencio más estruendoso que el silencio de los enfermos).
También hablamos de las ilusiones perdidas.
Y es que, cuando se acaban las ilusiones de levantarse y salir al mundo se empieza a morir la vida.
Este sábado por la mañana, Nacho me confió que don Ignacio, su padre, había muerto.
Inevitablemente vino a mi cabeza —entre muchas sensaciones por la tristeza del amigo— la palabra con la que José María Pérez Gay se comunicaba con los suyos: “complicado”.
Qué caso más complicado es esto de la muerte, qué caso más doloroso.
Va desde aquí un abrazo cariñoso a mi querido y admirado Nacho Juárez en la muerte de su padre, que fue su hijo en estos tiempos finales.
Descanse siempre en paz, estimado don Ignacio.