Mi vuelo aterrizó en Reikiavik casi a media noche. Salí del aeropuerto y tomé un taxi a la dirección que me dio Sheba, a quien conocí en un viaje por Kenia dos años antes. Llegué casi a la una de la mañana. Sheba estaba con un grupo de amigos. Me preguntaron si tenía hambre. Ya habían cenado todos, pero el dueño de la casa se paró a preparar algo. Me sirvió una pasta con mejillones y callo de hacha, y una botella de vino. Esa cena fue una muy grata sorpresa y la muestra de la increíble hospitalidad islandesa.
Terminando de cenar me ofrecieron un licor islandés llamado Opal. Está hecho de regaliz, un sabor que no soporto. Estuve a punto de escupirlo. Poco después encontré lo que escribió Quentin Tarantino sobre este licor. Lo suscribo:
“Tienen (los islandeses) la cosa más asquerosa jamás creada. Es este licor llamado Opal. Realmente no sé a qué sabe el veneno porque si lo supiera estaría muerto. Pero si tuviera que adivinar a qué sabe, sería a esto: Opal. Aquí está lo extraño. Se basa en este dulce (regaliz) que los islandeses comen desde que eran niños pequeños. Así es que están acostumbrados al sabor. Les encanta.”
Eran casi las dos de la mañana. Yo estaba lista para irme a dormir, pero a esa hora en Reyikiavik la noche apenas empieza. Caminamos hacía Laugavegur (no hay una sola palabra en islandés que se pueda pronunciar): una calle llena de bares. La gente pasa de uno a otro. Me sorprendió ver la cantidad de personas, casi todas borrachas, que caminaban por las calles a esa hora.
Nos fuimos directo a Kaffibarinn. Por fuera no es nada pretencioso: una construcción de madera pintada de rojo, de dos pisos, con dos grandes ventanas, y el letrero con el nombre del lugar imitando una estación del metro de Londres. El dueño de lugar es Damon Albarn, del Gorilaz.
El lugar estaba llenísimo. Estaba asombrada de que absolutamente todos te empujan de un lado al otro. Al principio estaba muy sacada de onda por los codazos y empujones, pero ya que te relajas un poco ves que los empujones no son agresivos: son, más bien, parte del humor del lugar. Después de unas horas ahí no te queda de otra más que empezar a empujar a quien se te pone en frente.
Caminamos directo a la barra. Yo que tengo una altura bastante promedio para México estaba enterrada entre vikingos. Muchos de ellos vestidos con el típico suéter de lana islandés.
Pidieron unos shots de Brennivín: un aguardiente hecho de papa fermentada y alcaravea que tiene un sabor muy parecido al anís. Brennivín significa vino ardiente, y se le conoce también como “muerte negra”. Uno de éstos fue más que suficiente. Lo usan para acompañar el Hákarl, un platillo tradicional hecho a base de carne de tiburón fermentado. Salimos a las 5 de la mañana. La calle seguía llena. No me quedó claro a qué hora cerraba este lugar. Parecía que nunca jamás.
Al otro día llegaron varios amigos con quienes iba a recorrer Islandia. Comimos en Sægreifinn, un lugar muy pequeño en el puerto. En la carta sólo hay una sopa y brochetas de pescado, incluyendo ballena y otras cosas muy exóticas. Es famoso por su sopa de langosta, que estaba espectacular.
En la noche regresamos a Kaffibarinn. Nadie me creía que la gente te empuja de un lado a otro. Querían comprobarlo. El lugar resultó igual de entretenido que la noche anterior.
Al otro día salimos a recorrer la isla en una camioneta que nos prestó un extraño. Escuchó que queríamos rentar un coche y nos dijo que estaba por viajar y que su coche iba a estar estacionado. Pueden usarlo, nos dijo.
Este tipo de cosas sólo pasan en Islandia.