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jueves, abril 18, 2024

La Amante Poblana 32

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Capítulo 32

Decapitaciones

 

La secretaría iba y venía de su escritorio a un cubículo escondido con un cerro de papeles.  

Anais entró al despacho y se sentó en la sala de espera. Miraba el reloj obsesivamente. Le preocupaba el encuentro entre Pedro y Senderos, a quien escuchaba a lo lejos teniendo una conversación acalorada con alguien.  

Eran cuarto para la una.  

Atenta como siempre, Sonia, la secretaria, se le acercó para ofrecerle agua o café en lo que terminaba sus labores.  

–Gracias, así estoy bien. Disculpa, ¿crees que tardará mucho el abogado en desocuparse?  

–No, no. Déjeme entrar y anunciarle que llegó.  

Sonia desapareció por el mismo pasillo de donde entraba y salía.  

–Pásala al privado, escuchó decir a Manuel.  

Sin esperar que Sonia volviera, Anais se puso de pie acomodándose el saco y la falda.  

Antes de que volviera la secretaria, comenzó a encaminarse hacia el privado.  

Ah, sí lo escuchó, ¿verdad? Jaja, bueno, es que es difícil no oírlo con ese vozarrón. 

–¿Sabes qué, Sonia? Mejor sí te acepto el café, y otra cosita; va a venir una persona ahorita, el doctor Lorenzana, un favor: si llega y le dice que viene conmigo, no lo pase luego, luego, avísele igual al licenciado, ¿sí? Porque no sé si él quiera tratarme algo antes en privado.  

–Claro que sí, señorita Anais.  

–¡Señora! Sonia, qué pasó: a mi edad, señorita nada más las feas.  

–Jaja, o las monjas,  

–Y eso quién sabe.  

Se sentó en la sala, pero se incorporó de inmediato. Estaba nerviosa de encontrarse con el hombre que la noche anterior había estado en su cama, y, algo peor, con ese otro hombre con quien sostuvo una relación pervertida por meses. Caminó del librero al escritorio principal deteniéndose en las mesas llenas de porcelanas y cristales hasta que decidió de nuevo sentarse ante el ajedrez. Comenzó a mover las piezas sin ton ni son. No tenía la menor idea de cómo se usaban.  

Del otro lado seguía oyéndose la voz del licenciado. 

–Pásenme los papeles del amparo de Miller. 

Al igual que en la pasada ocasión, apenas podía percibirse la voz del interlocutor, más bien era de imaginarse que estaba mínimo con dos personas por el movimiento de sillas y los pasos de zapatones de hombre sobre la duela.  

–Comunícate con Concha y dile que mañana va a presentarse la señora Anais con un cara de chile que se llama… ¿cómo se llama el pendejo? Bueno, él sabe, Concha sabe de qué hablo. Nomás avísale que llegamos a las once en punto. Once en punto. ¿Qué más? Dame acá eso, pasa en limpio lo que te acabo de dictar y mándamelo a mi correo. Y limpien la mesa porque ahorita regreso, voy a recibir a la dama.  

El corazón de Anais se aceleró. Cruzó las piernas. Vio sus zapatos: justo como lo había pedido Senderos, llevaba puestas unas zapatillas abiertas. ¿Por qué complacía esa clase de caprichos si hacía un frío del demonio? Estaba regresando las figuras a su posición, cuando Manuel entró acomodándose el saco.  

Ella volteó a verlo, algo tímida, más bien con una mueca de complicidad.  

–Reina, ¿cómo estás? ¿No ha llegado el don doctor? 

No se le acercó para saludarla de beso. Qué cabrón, pensó ella. Y se fue a sentar al otro lado del salón, en un cómodo sillón de piel.  

Subió los pies sobre la mesa de centro, aventó los papeles que llevaba en la mano, echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos.  

Anais no sabía si quedarse donde estaba o acercarse.  

Antes de que pudiera reaccionar, Manuel dijo:  

–¿Traes un cigarro? Regálame uno, por favor.  

Anais se levantó y caminó lentamente con su bolso entre las manos. Llegó a la sala y se acomodó en el sillón de junto. Cruzó las piernas. Manuel, inmutable, se tallaba los ojos.  

Le encendió ella misma el cigarro. Estiró el brazo y le tocó el hombro. Manuel regresó la mirada hacia ella. La recorrió de cabeza a pies, en ese orden, mientras tomaba el cigarro.  

–Qué bonitos pies.  

-Gracias.  

–¿Qué tal ayer? 

–Tú dime.  

Uff. Maravilloso. ¿Cómo estás ahora?  

–Muy bien. ¿Cómo me ves? 

–Guapísima como siempre. ¿Qué hora es? 

–Tres para la una.  

–¿Es puntual este cabrón?  

–Sí, es doctor, debe ser puntual.  

–¿Cómo empezaste a andar con él? 

–Ya te dije, fui a una consulta y de ahí comenzamos a frecuentarnos y se dio.  

–Se dio. Así como si fuera hierba.  

–Jaja. Tú me entiendes.  

–Sí, te entiendo. Los hombres somos muy hijos de puta. Fuiste a una consulta, ergo, estabas enferma, ergo, vulnerable, porque cuando uno se enferma del cuerpo el alma sufre. Entonces el cabrón abusó de su posición de poder y te sedujo. 

–Qué historia. No fue así. Según tú, yo soy una indefensa, por favor… Nadie abusó de nada, yo estaba aburrida de Fernando, conocí a Pedro, nos gustamos y ya, se dio el romance. Existen mujeres que dan los primeros pasos, Manuel. También somos unas hijas de puta cuando queremos.  

–Sí, tienes razón. Por eso los ligueritos de ayer y las zapatillas abiertas de hoy.  

–¿Te estás quejando?  

–No, no.  

–Mira, querido, lo que pasó ayer me gustó y mucho. No sé a ti, yo creo que también, y creo que estás jugando a tu manera. Okey, me gusta tu juego. Solamente que no quiero que te la vivas champándome con quién he andado y por qué, y con quién no.  

–Soy incapaz.  

–No, no, si lo has hecho desde el día uno. Cuando me colgabas el santo del Azteca de la Udlap.  

–Ya se me había olvidado ese tipo. ¿Con cuántos le pusiste los cuernos al Fer? 

–Con los que haya sido. Los suficientes para que ahora me dé cuenta de algo que, curiosamente, tú me hiciste ver: eran unos idiotas.  

–¿Qué hora es? 

–Ya van a dar la una.  

–Vamos para la sala de juntas, ahí vamos a recibir al doctorcillo.  

–Te encanta sobajar a la gente, ¿verdad? 

–No. Pero seguro es un don pendejo. Ya lo voy a calar ahorita. Vamos, reina.  

Se levantaron. Manuel le cedió el paso a Anais, que comenzaba a enfurecer con la frialdad del licenciado.  

Cuando llegaron a la puerta, Anais tomó la chapa y Manuel hizo un movimiento inesperado y le puso la mano sobre la suya, oponiendo resistencia para que la perilla no girara.  

Le entrelazó los dedos en los suyos y le metió la otra mano entre el cuello y el mentón. Anais volteó la cara. La respiración de Manuel se agitó. Chasqueó los dientes, los apretó. La atrajo hacia sí y la condujo hacia la orilla del escritorio. La agarró de las nalgas y la trepó en la orilla. Ella abrió las piernas para que él se hundiera entre sus muslos. La besó con urgencia tratando de decir algo que no dejó salir de su garganta.  

La secretaria hizo sonar el timbre por el que se comunicaba con el abogado, señal de que Pedro estaba ya en la sala de espera. Manuel respiró hondo sobre el pecho de Anais, la regresó a la vertical, le acomodó la falda y él se alisó el saco.  

Se le acercó muy cerca del oído. Anais temblaba de excitación.  

–Ahorita que entre ese puto no quiero que te sientes junto a él. Ponte a mi derecha, tan cerca como para que pueda tocarte las piernas y trata de no intervenir hasta que acabe de preguntarle algunas cosas.  

Dócil, como nunca había podido ser, Anais asintió. Estaba encantada con la actitud imperativa de Manuel. Le dio un último beso, rápido, y limpió el carmín del rellano de sus labios.  

Cruzaron la puerta. Manuel se sentó en la cabecera. Anais a su lado, tan cerca como pudo para que él pudiera alcanzarla.  

La secretaria volvió a tocar el timbre. Manuel contestó por la bocina:  

–Está acá el señor Lorenzana.  

–Que pase.  

Sonia iba adelante con una nueva taza de café para el licenciado, Pedro entonces apareció. Caminó hacia la mesa en donde se encontraba la mujer que, sin saberlo, lo había desechado.  

–Licenciado Senderos, un gusto. Anais…. 

–Hola, Pedro. Cómo estás, dijo ella.  

–Bienvenido, pase. Pedro, ¿verdad? Siéntese, por favor.  

Pedro, inocentemente, quiso dar la vuelta a la mesa para quedar al lado de Anais, cuando Senderos alcanzó un bote lleno de lápices de colores y lo vació todo frente a él, y añadió:  

–No, no, mi estimado. Siéntese usted aquí, de este lado para que lo pueda ver bien. No por otra cosa, es que estoy medio ciego.  

La voz de Manuel pasó de lo imperativo a lo irónico.  

Pedro, nervioso, regresó a su lugar de origen y tomó asiento quedando de frente a Anais quien, todavía con la resaca del beso de Manuel, estaba comenzando a disfrutar el momento que se coronaba con un cuadro en segundo plano… 

Detrás de Pedro pendía la enorme réplica de un Caravaggio: era Judith decapitando a Holofernes.  

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