Nada aquieta la mente como estar sumergido varios metros en la inmensidad del mar. Mientras buceas, difícilmente estarás pensando en las cosas que olvidaste hacer la noche anterior, y en otra serie de banalidades que muchas veces inundan nuestra mente sin poderlas controlar. Te rodeas de una calma inexplicable, pero, al mismo tiempo, estás completamente alerta de lo que pasa a tu alrededor.
Para nada me considero una experta en la materia. Buceo mucho menos de lo que me gustaría. Pero sin duda todos los buceos han sido especiales. Aún cuando “no ves nada”, no hay algo que se compare con esos minutos de extraordinaria paz.
México posee uno de los lugares más espectaculares del planeta, que ha sido reconocido, por si fuera poco, como el parque marino más exitoso del mundo. Parece que en México tenemos pocas buenas historias que contar. Cabo Pulmo es una de ellas.
Hace poco más de 25 años, las comunidades locales, dedicadas a la pesca, se dieron cuenta del deterioro de la zona. Fueron los habitantes de Cabo Pulmo quienes se organizaron para gestionar la creación de una zona protegida.
Aunque muchas de las casas y alojamientos en renta pertenecen a extranjeros, miembros de la comunidad manejan varias empresas dedicadas al turismo sustentable.
El año pasado visitamos Cabo Pulmo después de una larga temporada sin bucear. Por años había escuchado historias de lo majestuoso del lugar, pero mi imaginación siempre se quedó corta.
Está a dos horas y media de los Cabos, pero pareciera estar a días de distancia. El último tramo es de terracería, al igual que todas sus calles. El lugar está retirado de todo. No hay más que dos o tres restaurantes. El celular está, por lo general, fuera de cobertura. Los establecimientos usan paneles solares o generadores para tener luz.
Nos quedamos en una casa encantadora, rodeada por la vegetación de la zona y decenas de colibríes y otras aves llenas de colores.
Buceamos durante cinco días. Amanecíamos antes de que saliera el sol y estábamos listos para salir a bucear alrededor de las siete de la mañana. Hay diferentes lugares dentro de la reserva que puedes visitar. Cada mañana debes buscar sitio, ya que hay un número limitado de personas que pueden bucear cada día.
Lo que vi ahí no se compara con nada de lo que haya visto antes.
Buceamos por primera vez con un tiburón toro. Bajamos directamente al fondo y empezamos a movernos lentamente hasta ver al primero. Después nos hincamos en el fondo para esperar a que se acercaran. Primero lo hizo un tiburón joven. Sólo nos observó. Después empezaron a llegar los demás y se acercaron cada vez más. Fue una experiencia indescriptible. Te llena de humildad estar frente a criaturas tan majestuosas.
Nos encontramos con bancos de miles de jureles que se mueven en una sincronía casi hipnótica. Mientras nadábamos entre ellos, los cardúmenes se separaban para inmediatamente volverse a formar. Hubo momentos en los que yo estaba completamente rodeada por ellos.
Aunque en diciembre no hacía mucho calor, el sol cae a plomo durante el día. Cuando empieza a bajar es el momento preciso de explorar las veredas alrededor de Cabo Pulmo. Todas se hallan entre cactáceas. Los paisajes son espectaculares.
Eso sí, no hay muchas opciones para comer. Por suerte íbamos con alguien que lo sabía, y que amaba comer más que bucear. Llevamos hieleras con pescado fresco, almejas y todo lo que encontramos en los Cabos. El viaje resultó redondo.
En 2012, la comunidad logró, una vez más, frenar un proyecto turístico que iba a asentarse en los límites de Cabo Pulmo y ponía en riesgo la estabilidad del parque.
Desde que éste se creó, la población de peces creció en más de un 400 por ciento. Las especies migratorias regresaron después de años de ausencia. Esto es lo que el legendario Jacques Cousteau calificó como el acuario del mundo. Y sí que lo es.