Me gustan mucho los relatos o novelas que hablan sobre las librerías de libros nuevos o las que llamamos librerías “de viejo”.
I. 84 Charing Cross Road, de Helen Hanff
Un hermoso libro, que relata la historia de la correspondencia que sostuvo la autora con Frank Doel, jefe de compras de la librería anticuario Marks & Co. En 1949 le hizo el primer pedido, iniciando una amistad a distancia, que trajo consigo regalos de cumpleaños, así como paquetes de comida para para ayudar a los sobrevivientos de la Segunda Guerra Mundial. Una amistad centrada en el amor a los libros, el amor de quien los adquiere, el amor de quien los vende.
II. Mis días en la librería Morisaki, de Satoshi Yagisawa
Acaba de ser publicado en México y en otros países este libro encantador, que describe cómo Tatako, una muchacha de 25 años que ha sufrido su primera y devastadora decepción amorosa encuentra un refugio en la librería de viejo de su tío Satoru.
Alrededor de esta librería y del café aledaño, hay una red de amigos y de cómplices reunidos en torno a libros de literatura de primer nivel. Tatako llega a la librería, se convierte en asistente de su tío -sin saber mucho y pensando que sólo sería una etapa más en su vida, antes de regresar a la vida veloz y competitiva de Tokio-. La joven va sufriendo una transformación, en la que deja de sufrir por la infidelidad del novio, recupera su autoestima y encuentra en la librería un refugio y un paraíso. La novela termina con una nueva vida que se abre para todos los protagonistas.
III. Mis viejas librerías
Cuando tenía 20 años, mi librería favorita era Bibliorama, que se encontraba en Plaza Universidad. Los dueños eran los herederos del señor Pijoan, el autor de la famosa Historia del arte. Era atendida por un gran amigo, Ernesto Hernández, a quien le he perdido la pista. Los libros tenían el precio marcado con un lápiz y Ernesto escondía pequeñas joyas en rincones de los estantes, sin cambiar el precio, de modo que un lector atento podía llevarse joyas por pocos pesos. Así, descubrí a Mijáil Bulgákov, a Panait Istrati, a Jorge Amado.
Gandhi en su vieja sede, que era un paraíso de los que amamos el café, donde Mauricio Achar presidía. Recuerdo también con cariño la Librería Francesa de Havre, en donde adquirí mis libros de bolsillo de Gallimard. La librería Zaplana, de Insurgentes, donde compré mi primera edición de El cuarteto de Alejandría.
Y claro, las librerías de viejo de Donceles, donde uno -todavía- puede encontrar joyas a precios más que accesibles. Estas librerías se han extendido a otras partes de la ciudad, como El hallazgo de la colonia Condesa. En Puebla, recuerdo haber presentado alguno de mis libros en Profética.
Las librerías son mucho más que tiendas de libros. Son puntos de encuentro, de amistad, de reunión entre personas que comparten el amor a los libros.
La semana pasada fui a buscar a Gandhi Rashõmon, la película de Kurosawa basada en el cuento de Akutagawa. Ya no venden discos ni películas. Fui entonces a El péndulo. Tampoco allí se venden más. Las distintas plataformas de música y de cine han desplazado la venta de CD y DVD. Una época terminó.
Recuerdo que mi amigo Luis Lesur, que vivía en la calle de Sofía, a dos cuadras de El Ágora, iba en las tardes. Allí acudía también Juan Rulfo. Se volvieron amigos, a pesar de la diferencia de edad. Rulfo compraba discos de Deustche Gramophon y Luis lo acompañaba a su casa. Doña Clarita le preguntaba, molesta, si había comprado más discos y don Juan le decía que no, que los había comprado Luis y que sólo lo había acompañado a casa. Estas anécdotas parecen de una época antigua.
¡Que vivan por siempre las librerías, de libros nuevos y de viejo!