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jueves, mayo 2, 2024

Sobre la impertinencia, la locura y la ficción

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I. Ser impertinente en 2023

En el mundo de hoy, es casi imposible no ser impertinente. Dice el diccionario de la Real Academia Española que impertinente es “lo que no viene el caso, lo que molesta de palabra o de obra”. ¿Lo que molesta a quién? A los aficionados de un equipo de futbol, de un partido político, de una religión, a los negacionistas de las vacunas, a los que no creen en el cambio climático, a los machos undercover, les parece impertinente todo lo que vaya en contra de lo que creen a pie juntillas. En otras palabras, impertinente es aquel que no piensa como yo.  

Decía el gran poeta Jaime Sabines: “los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin Diablo”. Parafraseando al vate, los impertinentes son locos, sólo locos, sin Dios y sin Diablo. 

 

II. Sobre la locura

El gran escritor suizo Robert Walser (1878-1956) pasó temporadas de su vida en la clínica psiquiátrica de Waldau. Cuando los médicos le ofrecieron la posibilidad de abandonar la institución, Walser se negó. Se quedó cuatro años más, por decisión personal.  

El gran escritor portugués Antonio Lobo Antunes trabajó como psiquiatra en manicomios y, no hay duda, la locura es parte importante de su obra.  

Podríamos poner más ejemplos, sólo recordaré la tragedia Ayax, de Sófocles, quien mata a cien bueyes –una hecatombre– creyendo que eran los héroes griegos. Sin duda, un ataque psicótico. 

 

III. La Castañeda, de Cristina Rivera Garza 

La historiadora escribió su tesis de doctorado sobre las condiciones que hicieron posible y prevalecían en el manicomio de la Castañeda, el gran proyecto modernizador de la salud mental que impulsó Porfirio Díaz en el barrio de Mixcoac, en la ciudad de México, entonces un suburbio de la gran capital. 

En el libro vemos cómo el diseño arquitectónico y de organización fue tomado de La Salpetière, el manicomio de París donde comenzó a hacer sus prácticas Sigmund Freud. Nos enteramos de que la admisión de los enfermos se debía a muy pobres diagnósticos legales o médicos, que decidían en ocasiones que gente sin capacidad de defensa de sus derechos humanos permanecieran toda la vida en el manicomio, sin deberla ni temerla. Es un libro riguroso, sobrecogedor, valioso. Pero Cristina Rivera Garza es también novelista. 

 

  1. Nadie me verá llorar

Matilde Burgos, una de las reclusas, despierta el interés, la compasión y la empatía de Cristina, quien se quita su hábito de historiadora para explorar, desde la ficción, su locura. Al hacerlo, retrata a sus enamorados: el doctor que la atiende y el fotógrafo de los muertos. Al final, después de pasar una temporada fuera del manicomio, regresa y sufre, ya anciana, un derrame cerebral que la conduce a la muerte. 

La lectura de cada una de las obras vale la pena. La lectura de ambas obras al mismo tiempo es un ejercicio extraordinario, que quizá no tenga réplica en otra literatura. La historiadora de la locura, la novelista de la locura. El manicomio, como diría Sabines de los locos enamorados, es un territorio “sin Dios y sin Diablo”. Y la locura es impertinente, como bien lo sabían Don Quijote y Milán Kundera, quien se atrevió a hacer una broma que le costó el exilio y un largo etcétera. Aunque parezca una paradoja, la locura es terrible y necesaria para la salud mental.  

No se pierdan esa lectura doble. Les dejará un sabor de boca semiamargo, pero bueno, la buena literatura no es una talega con pan y queso.  

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