I. La literatura rusa
Hace año y medio di un curso de literatura rusa a mis fieles alumnos y amigos del zoom. Hablamos de Pushkin, el gran poeta, que murió después de batirse a duelo con D’Anthés, de su Eugenio Oneguin -que tradujo Vladimir Nabokov al inglés-. Después, de Gogol y su maravilloso relato satírico El capote, así como de su Diario de un loco, que representó durante décadas el gran actor Carlos Ancira, tío de mi amigo y maestro Ricardo Ancira y padre de Selma Ancira, la gran traductora del ruso y del griego. De Goncharov, de su cuento El mal del ímpetu y su novela Óblomov, que ensalzan la falta de movimiento y se pronuncian en contra de la velocidad maniaca que nos corroe; del gran Tolstoi, de Anna Karenina y de Guerra y Paz, en la que al final Pierre logra conquistar a su amada Natasha Rostova; de Anton Chéjov, quizá el mejor cuentista ruso y probablemente el mejor de todos los tiempos, con su inigualable ternura e infinita comprensión de lo humano; de Isák Bábel, que fue asesinado por Stalin por ser judío; de Dostoievsky, de los tres hermanos Karamázov y de Raskólnikov, que mató a la usurera; de Gorki y Shólojov, que pusieron su pluma al servicio de Stalin, para su deshonra; de Pasternak, que logró que Dr. Zhivago llegara a Occidente en microfilmes y fue obligado a rechazar el Premio Nobel; de Solyenitzin que describió el Gulag -los campos de concentración soviéticos-; de Vasili Grossman, que escribió Vida y Destino y murió sin saber si algún día saldría a la luz o fue destruida y, por supuesto, de Mijaíl Bulgakov, que escribió El maestro y Margarita, obra sensacional que me ha llevado a intentar aprender ruso, con resultados lentos. Este recuento es sólo para decirles, queridos amigos de Hipócrita lector, que amo la literatura rusa.
II. El peso de vivir en la tierra
Hace muchos años gané la beca de Jóvenes Creadores del FONCA en ensayo. Allí conocí a David Toscana, quien ganó en cuento o novela, no recuerdo. He leído casi todos sus libros, desde Estación Tula. Se fue a vivir a Europa. Hace algunos años paseamos por Coyoacán y charlamos mientras caminábamos.
Acabo de terminar de leer su novela El peso de vivir en la tierra y, como dicen los chavos: Chapó (chapeau), sombrero.
El personaje principal, el narrador de la novela, tiene a toda la literatura rusa en la cabeza. Se sabe los inicios de las obras, las frases geniales, los parlamentos inolvidables. Sin embargo, la realidad que lo rodea, en Monterrey, México, es sórdida, gris, intolerable. Recurre entonces a la imaginación. Se convierte en un personaje con nombre ruso y contagia de su locura -como un moderno Don Quijote- a quienes lo rodean.
Se dedica entonces a recrear con mano maestra las escenas cumbre de la literatura rusa. Si hay un muerto, alguien se acostará en un féretro, aunque luego reviva para encarnar a otro personaje. Es como un teatro, una puesta en escena que sucede en la imaginación del narrador y de sus cómplices, teniendo como telón de fondo la voluntad de volar en la nave espacial que llevó a Gagarin fuera de este planeta, porque, como dice el título, el peso de vivir en la tierra es intolerable. Afortunadamente, está la imaginación.
Nikolái afirma: “Dicen que el más allá se inventó porque nos vamos a morir -metió el indíce en el vaso de alcohol; lo chupó-. Si nos vamos a morir, habría que inventar la vida”. Es lo que hace esta novela extraordinaria.
“Anna Karenina no tenía razones para echarse a las ruedas del tren. Mucho menos uso de razón tuvieron Dostoyevski, Chéjov, Tolstói, Pásternak, Ajmátova, Garshin, Turguéniev, Yesenin, Bulgákov, Pushkin, Tsvetáieva, Lermontov, Andreyev, Kuprin, Bely ni ninguno de esos locos que acogieron la idea más desquiciada de la humanidad: que las palabras cotidianas pueden conjurarse para crear belleza, libertad y vida”.
Amigos: estoy conmovido y deslumbrado ante una obra maestra. No exagero. Compruébenlo ustedes leyendo El peso de vivir en la tierra, de David Toscana. (Por cierto, la novela acaba de ganar el Premio Mazatlán. Será el primero de muchos. El cielo será el límite. Lo veremos, pueden estar seguros).